Vulnerabilidad y cuidado[1]

 

Patricio Mena Malet[2]

 

Resumen: El siguiente articulo busca pensar la cuestión de la vulnerabilidad humana y del cuidado. Es así que se pueden asumir dos enfoques distintos. El primero, ciertamente, es el propuesto por Carol Glligan y las teóricas de las éticas de Care, que piensa la vulnerabilidad en su carácter relacional y social. El segundo consiste en enfrentar la vulnerabilidad como un modo de ser propio del ser humano por lo que las clarificaciones buscadas al respecto revelan que la vulnerabilidad demanda una comprensión ontológica que es primera en relación a la social. Esto mismo permite complementar las éticas del care conduciendo la interrogación sobre el care también a un nivel ontológico, antes que social. Es así que la comprensión ontológica de la vulnerabilidad demandará a su vez una interrogación del cuidado como modo atencional del ser humano.

 

Palabras claves: Vulnerabilidad. Cuidado. Inquietud. Pasibilidad. Existencia.

 

INTRODUCCIÓN

            Pensar el cuidado implica, ciertamente, afrontar diversas dimensiones que le son constitutivas, tales como, por ejemplo, el hecho de que cuidar es atender un ámbito de inquietud que nos moviliza por entero. Y en esto, cuidar es un hacerse cargo de lo otro que nos exige reconocernos responsables de ello, es decir, identificarnos como sus respondientes. Tal reflexividad y responsabilización se deja ver en todos aquellos comportamientos que son movilizados por algo o alguien que nos abre a un ámbito de inquietud y que nos demanda una atención particular y que exige que, mediante nuestra acción, nos hagamos cargo de ello de una u otra manera. Así sucede, por ejemplo, cuando cuidamos la lectura que hacemos de un libro que nos interesa y que sentimos que nos concierne en algún sentido. O cuando cuidamos nuestro andar mientras ascendemos una montaña para hacer o buscar el encuentro de una belleza natural que la marcha nos promete. En cada uno de estos casos, el cuidado es aquel comportamiento atencional y práctico que asume una tarea en el ser movilizado por la presencia inquietante de lo otro, el libro y sus contenidos, la montaña y sus senderos. Se puede comprender también, aun enfocados en estos ejemplos, que el cuidado prestado al libro y al camino es animado por una reflexividad que le es inherente, pues al estar volcados hacia los objetos que demandan nuestra atención, también lo estamos hacia nosotros mismos; y esto, en cuanto que cuidar lo otro conlleva también un cuidado de sí, una atención hacia sí mismo al tiempo que hacia la fuente de nuestra inquietud. Lo mismo parece suceder cuando asumimos el cuidado de un enfermo o de una persona vulnerable en términos sociopolíticos. Sin duda el otro nos requiere, tal vez, de un modo distinto a la manera como lo hacen el libro o la montaña, en cuanto que su encaramiento proviene de un rostro cuya interpelación nos toma incluso a nuestro pesar. Mas, al igual que en los ejemplos anteriores, se nos da como la apertura de un ámbito de inquietud que nos moviliza hacia aquel requiriéndonos, no en términos parciales, sino totales. Cuando leo un libro y me confronto ante sus preguntas, sus problematizaciones, y ante ellas me siento objetado, cuando asciendo la montaña y con ello hago la experiencia de una fatiga que me desafía, cuando me desvelo prestando los cuidados que están a mi alcance a un enfermo y hago, a su vez, la experiencia de ya no saber qué más hacer con él, en todos esos casos, aquel que ha decidido cuidar ha quedado él mismo puesto en cuestión de un modo radical. El cuidado, el acto de cuidar, nos desafía de tal manera que nos compromete integralmente, aunque de nosotros se espere una respuesta específica, limitada e incluso protocolarizada.

            Pero ¿dónde se halla el fundamento de tal ser movilizado y requerido que es propio del cuidado? Esta es la respuesta que quisiera ensayar en este texto. Por el momento, se puede adelantar lo siguiente: en cada uno de los ejemplos que hemos tomado en consideración, hay una inquietud, que parece del todo fundamental y que nos permite comprender por qué desplegamos nuestra existencia de modo cuidadoso y, con ello, nos volvemos hacia lo otro o el otro al mismo tiempo que hacia nosotros mismos. De esta manera, el objeto del cuidado parece recaer tanto en lo inquietante como en lo inquietado, impidiendo de este modo la clara distinción entre ambos polos del fenómeno aquí interrogado. Mas ¿qué inquieta?, ¿la vulnerabilidad? En el caso de la persona enferma, no dudaríamos, tal vez, en responder que sí, que es su vulnerabilidad, a causa de su malestar, aquella que nos requiere como sus cuidadores. Pero, en los casos de la lectura y de la marcha, ¿dónde se halla tal vulnerabilidad? Del enfermo, se puede decir, que este nos requiere de un modo urgente, en el caso de que su estado sea crítico, por ejemplo. Pero ¿se puede decir lo mismo de una lectura o de una caminata? Y, sin embargo, en todas estas situaciones -con sus diferencias particularidades- hay una vulnerabilidad que nos afecta y por la que somos y nos comportamos como cuidadores a lo largo de nuestra existencia. Ciertamente, cuando nos abocamos a una tarea acomedidamente, esto es, con cuidado y sin medida, como puede ser el caso de una lectura que realizamos, tal abocarse está fundado en un sentimiento de vulnerabilidad, como, por ejemplo, el de estar afrontado a la posibilidad de que el texto leído nos decepcione profundamente, o que el sendero montañoso que seguimos no nos ofrezca la promesa que de él creíamos recibir. El despliegue del cuidado, y su decurso, está expuesto siempre a la vulnerabilidad propia de lo inquietante, incluso, si esta tiene diversas facetas incomparables unas con otras. Mas, también, habría que preguntar si el cuidador no está ya lanzado hacia su propia vulnerabilidad o, acaso, por su propia vulnerabilidad.

Con el fin de intentar responder a estas preguntas, quisiera proponer interrogar, en primer lugar, a las éticas del care, del cuidado o de la solicitud, pues son estas -con todas las diferencias que hay entre las diversas propuestas de este tipo- las que hoy se han hecho cargo de un modo riguroso y profundo de la puesta en cuestión de lo que es el cuidado y la vulnerabilidad. Mas, una vez hecho esto, quisiera ensayar una reflexión de tipo ontológico-existencial a partir de la cual interrogar cómo entender originariamente tanto el cuidado como la vulnerabilidad. Son estos fundamentos ontológico-existenciales, precisamente, los que, me parece, pueden permitir alumbrar el fenómeno ético enraizándolo en la experiencia afectiva y atencional que la sostiene. Se trata, ciertamente, de una interrogación que, a mi juicio, debe complementar los esfuerzos a los que se han abocado las éticas del care en la actualidad, conduciendo la discusión al nivel de sus fundamentos.

 

1 LAS ÉTICAS DEL CARE Y LA RESPONSABILIDAD ANTE LA VULNERABILIDAD

Con la publicación de In a Different Voice de la psicóloga moral Carol Gilligan (1982), se inician los desarrollos de las éticas del care (solicitud, cuidado) que pondrán en el centro de la discusión la cuestión de la vulnerabilidad humana, caída esta, al decir de Cyndie Sauterau (2015), en cierto olvido ante la prioridad otorgada a la autonomía moral. Es así como Gilligan, discutiendo la teoría del desarrollo moral de Lawrence Kolhberg “[…] que sitúa el razonamiento lógico-deductivo en la cima de la madurez intelectual y moral” (Molinier; Laugier; Paperman, 2009, p. 9), plantea el siguiente caso: ante una enfermedad terminal sufrida por su esposa, Heinz, que no tiene el dinero para comprar el medicamento que puede salvar a su mujer, enfrenta la negativa del farmacéutico de donárselo. Y entonces, ¿qué debe hacer Heinz? ¿Debe robar el medicamento? Dos niños de once años son consultados al respecto. Jake responde que sin duda debe hacerlo, pues, si acaso es descubierto en el robo, el juez podrá comprender la situación e imponerle una sentencia no tan severa. Amy, por el contrario, da una respuesta diferente. Ante la pregunta de si Heinz debía robar el medicamento, ella responde:

No pienso eso. Hay, tal vez, otros medios para salir de dicho problema sin tener que robar el medicamento: podría pedir prestado dinero, por ejemplo. Pero no debería robar y su mujer no debería morir tampoco. [Para luego agregar:] Si robase el medicamento, tal vez salvaría la vida de su mujer, pero entonces arriesgaría ir a prisión. Si a continuación su mujer se volviese a enfermar, ya no podría procurarle el medicamente y la vida de su mujer estaría de nuevo en peligro. Deberían discutir a fondo el problema y encontrar un medio para reunir el dinero (Gilligan, 2008, p. 53).

 

La diferencia entre la respuesta del niño y la de Amy es, según Gilligan, más o menos la siguiente: mientras que el juicio moral de Jake se fundamenta en la identificación de dos principios, el de la vida y el de la propiedad, así como en el reconocimiento de la prioridad del primero por sobre el segundo, Amy reconoce, por su parte, que el dilema no tiene que ver con principios morales que deben ser sopesados unos en relación a otros para convertirse en un sistema de reglas abstracto aplicable a cada uno de modo independiente a las situaciones concretas en las que nos vemos implicados, sino que sitúa el dilema en el marco de nuestras relaciones personales que llevan la marca de la interdependencia y de la persistencia de estas. Así, según Gilligan (2008, p. 53-54), Amy se da cuenta de que

[…] la mujer continuará teniendo necesidad de su marido y que aquel querrá siempre hacerse cargo de ella. Amy busca satisfacer las exigencias del farmacéutico sin romper toda relación con él. Sitúa el valor de la vida de la mujer en un contexto de relaciones humanas que quiere preservar […]. Amy, por consiguiente, sitúa el origen del problema al nivel del rechazo de responder a las necesidades del otro de parte del farmacéutico y no al nivel de la afirmación de sus derechos.

 

Ante esto, se puede concluir, por un lado, que las respuestas de Jake sirven de asidero a la preocupación de Kohlberg de dar cuenta de “[…] la lógica que hay tras la resolución de un conflicto entre dos normas morales” (Burgère 2011, p. 17), y dejan fuera de consideración la vida afectiva y los compromisos personales de los sujetos implicados, puesto que se aborda el problema como si se tratase de dar solución a uno de tipo matemático. Según las consideraciones de la teoría del desarrollo moral de Kohlberg (2011, p. 18), las respuestas de Jake toman la forma

[…] de una aceptación razonada de los principios de justicia anclados en las convenciones. Es una buena vía –agrega Fabienne Brugère– para alcanzar los estados superiores de la comprensión moral fundados en una justicia donde los individuos autónomos privilegian a la vez la igualdad y la reciprocidad.

 

Otra cosa sucede con Amy, quien, desde la perspectiva de Kohlberg, no razona según un sistema de reglas consensuadas, ni, por tanto, refleja haber alcanzado –o estar en vías de alcanzar– un estado superior de comprensión moral[3]. Por el contrario, “[…] ella concibe el problema moral como una narración de relaciones humanas cuyos efectos se prolongan en el tiempo.” (Gilligan, 2008, p. 53; Burgère, 2011, p. 18). El mundo que habita Amy es uno que atiende a las relaciones interpersonales y a las responsabilidades que unos tenemos respecto de otros, así como a las respuestas que en ocasiones debemos ofrecer a las necesidades de las otras personas, tal como en el caso de Heinz y su esposa.

Como se puede apreciar, el aporte de Gilligan al respecto es haber propuesto un modelo moral que responde más bien a un conflicto de responsabilidades, antes que a derechos morales incompatibles entre sí o a principios que requieren, para ser abordados, de un pensamiento formal y abstracto. La ética del cuidado, por su parte, y contra las pretensiones de objetividad y universalidad de las teorías morales moderno-ilustradas que reivindican al sujeto “[…] autónomo no diferenciado y descontextualizado” (Brugère, 2006, p. 127), reivindican en primer lugar la atención a las relaciones personales con el fin de delimitar, en contexto, nuestras responsabilidades o deberes con los otros, próximos o lejanos, siendo que estas relaciones son pensadas “[…] como relaciones con otro del que debemos asumir un cuidado y al que debemos asegurar las condiciones de existencia y desarrollo. A menudo se presenta la relación madre/hijo como la relación paradigmática del care.” (Maillard, 2011, p. 177-178). Se puede apreciar, entonces, que estas éticas ponen la atención en las relaciones interpersonales afectadas de un índice de vulnerabilidad que demanda la asunción de un cuidado responsable del otro con el fin de asegurar su bienestar. Y en este sentido, tales propuestas éticas[4] junto con dar cuenta de la vulnerabilidad, de la cual el paradigma es el infante, deben también dar razón del cuidado que esta demanda. Así, por ejemplo, Joan Tronto y Bérenice Fischer sugieren definir el care como:

[…] una actividad genérica que comprende todo lo que hacemos para mantener, perpetuar y reparar ‘nuestro mundo’, de modo que podamos vivir en él tanto como sea posible. Este mundo comprende –continúan las autoras– nuestro cuerpo, a nosotros mismos y a nuestro entorno, todos elementos que buscamos religar en una red compleja en apoyo a la vida (Tronto, 2009, p. 143).

 

A su vez Fabienne Brugère (2008, p. 19) afirma del care que es

[…] un cuidado responsable de los otros que toma la forma de una actividad ética y política a favor de la vulnerabilidad humana, con la idea de estabilizarla o disminuirla. La solicitud –es la traducción que Brugère propone para care– se ejerce y es a través de su ejercicio repetido que se anudan las competencias, disposiciones o una capacidad para ocuparse de los seres frágiles.

 

Tales definiciones, tan amplias como sean, no pueden comprenderse sin que se releve al menos dos dimensiones que parecen del todo propias al care: 1), la atención al otro, en su doble acepción, a saber, como una atención perceptiva (poner atención) y como un acomedimiento hacia el otro (ser atento), que puede ser entendida de manera global como una disposición hacia la otra persona y sus necesidades (Mena, 2019); 2), la dimensión práctica del care, el hecho de que este sea un ejercicio que tiene por fin al otro y su vulnerabilidad.[5] De este modo, el care (cuidado, solicitud, atención) es comprendido como una atención[6], esto es, como una disposición hacia el otro, y, como una práctica y un ejercicio por el cual asumimos y nos hacemos cargo de la vulnerabilidad o fragilidad del otro, donde tal responsabilidad tiene un trasfondo, por un lado, ético, personal, y, por otro, político, social – siendo este relevo el aporte significativo que ha realizado Joan Tronto al respecto –. Es decir, el care implica un modelamiento de nuestras prácticas sociales con el fin de hacernos cargo y de responder por y a aquellos que “[…] no pueden responder ellos mismos a sus necesidades.” (Sauterau, 2015, p. 8). Implica, por tanto, un aprendizaje y una reorientación en nuestras maneras de ver al otro, de atenderlo y de actuar en pos de aquel. En suma, es un comportamiento ético que se juega su despliegue en el intento de ganar lucidez sobre el mantenimiento de las relaciones interpersonales y sobre el aseguramiento de la autonomía, fundada esta, ciertamente, en el reconocimiento del valor de la heteronomía; vale decir, en el hecho de que no se llega a ser autónomo –siendo además que la autonomía está siempre amenazada, de ahí que la vulnerabilidad le sea a su vez constitutiva– sin la ayuda de los otros, de los próximos, pero también del conjunto de la sociedad, de las instituciones en las que habitamos y en las que desplegamos nuestra acción. Aquella relación implicada entre autonomía y vulnerabilidad, sobre la que se asientan las éticas del care, ya fue también reconocida por Paul Ricœur (2001, p. 445-446) quien afirma respecto de aquellas que

Es el mismo hombre que es uno y otro bajo puntos de vista diferentes. Más bien, no contento con oponerse, los dos términos se componen entre ellos: la autonomía es la de un ser frágil, vulnerable. Y la fragilidad sería una patología si no fuese la fragilidad de un ser llamado a devenir autónomo, porque lo es desde siempre de un cierto modo.

 

De esta manera, se puede decir que las éticas del care se han abocado a pensar lo que implica asumir el cuidado por el otro en situación vulnerable, en situación de dependencia, teniendo como fin el restablecimiento de su autonomía, sin que ello signifique que dicha responsabilidad por el otro deba ser entendida como una obligación universal, como un principio abstracto. Por el contrario, el fundamento del acomedimiento hacia el otro se halla en la relación interpersonal y en el modo como la vulnerabilidad de la otra persona nos llama, nos toca, nos remece a tal punto de hacer de nosotros sus respondientes. El cuidado es pensado, entonces, como una capacidad que consiste en aprender a ver al otro y a sus necesidades, sus vulnerabilidades, y como aquella manera de responder con lucidez –pues el care corre siempre el riesgo del descuido, del cuidado despersonalizante, de la sobreprotección, etc.– al otro con el fin de volverlo autónomo o de restituirle, cuanto sea posible, la autonomía perdida. Es una respuesta acomedida a la solicitud del otro que, por su fragilidad o vulnerabilidad se nos impone, tal como el hijo a la madre, que, en su llanto, vuelve a la madre –y al padre– responsable de su bienestar. Bajo este respecto, se puede decir que el care, como disposición atencional y como práctica, implica una reforma de nuestros modos de ver y de relacionarnos con los otros que tiene por finalidad el mantenimiento de la autonomía o su recobramiento cuando esta se ha visto amenazada o quebrada.

Con todo, lo que queda por interrogar, y que a mi juicio las pensadoras de las éticas del care no lo han hecho suficientemente, es lo que se entiende por vulnerabilidad. Ciertamente, hay una respuesta que habitualmente se ofrece y que consiste en afirmar que la vulnerabilidad hace referencia a la pérdida que vive el otro para poder sostenerse por sí mismo en la vida personal y social, entendiéndose, entonces, el hecho de que alguien es vulnerable cuando se vuelve dependiente de otros para poder desplegar su existencia en la vida social. De ahí, la pertinencia de pensar el cuidado como este modo de atender, de ver y de actuar en pos del otro vulnerable porque dependiente, siendo además que el care no solo alude a la responsabilidad personal, sino también social, estatal, etc. En suma, tales éticas centran su atención en la autonomía quebrada (Pelluchon, 2014) y en los modos de restablecerla. Mas, con el fin de poder sopesar verdaderamente los alcances que estas propuestas tienen, es necesario todavía pensar el fondo sobre el que están sostenidas. Para ello, hay que preguntar qué es la vulnerabilidad y qué nos dice esta sobre el ser del ser humano y sobre el cuidado al que llaman. Es decir, parece del todo necesario intentar comprender qué fundamenta aquella respuesta requerida por la vulnerabilidad del otro, y, cómo esta, la vulnerabilidad, puede requerirnos. Me parece entonces que las éticas del care deben ser complementadas con una reflexión ontológico-existencial de fondo, esto es, con una que se interrogue por el modo de ser del ser humano y a partir de la que se diluciden conceptos que tienen una función operatoria en tales éticas, pero que en verdad rebasan por mucho ese ámbito de consideraciones. Así, me atrevería a decir que el care debe ser comprendido primeramente como una manera de ser propia de todo ser humano y respecto de la cual toma el sentido eminentemente ético de ser una manera de ver, de atender y de comportarse en relación a la otra persona vulnerable. Lo mismo sucede con el concepto de vulnerabilidad, el cual llama a una comprensión de la posibilidad misma de quebrarse, de estar expuesto ante riesgos no medidos y que hacen de nuestra existencia una existencia aventurada antes que meramente aventurera (Jankélévitch, 2017). Avancemos, por tanto, en estas consideraciones, teniendo a la vista cómo pueden llegar a complementar las propuestas de Gilligan y de las demás pensadoras del care, ofreciéndoles, tal vez, un trasfondo ontológico adecuado. Intentaré, primero, delimitar la cuestión de la vulnerabilidad, para luego avanzar hacia una comprensión del care como modo de ser del ser humano y su relación con la vulnerabilidad.

 

2 LA VULNERABILIDAD COMO PASIBILIDAD

¿Qué se dice cuando se habla de vulnerabilidad? Dilucidar esto parece del todo pertinente en la medida que las éticas aquí examinadas indican como su campo de acción –y de reflexión– a la vulnerabilidad humana, entreverada con la tarea –antes que con el ideal tan abstracto como vacío– constante que asume la persona humana y que consiste en volverse y mantenerse autónoma tanto como le sea posible. Y esto, en cuanto la ejecución de tal tarea solo tiene sentido sobre un fondo de vulnerabilidad que no es contingente, sino que es constitutivo del modo de ser del ser humano. Por ello, si las reflexiones propuestas por las éticas del care tienen sentido y pertinencia, y tal vez hoy más que nunca, es necesario esclarecer qué hay que entender por vulnerabilidad. Se entiende, entonces, que estos esfuerzos aclaratorios tienen por trasfondo tanto una ontología como una antropología del hombre vulnerable que da fundamento, a mi juicio, a las éticas del cuidado y que hacen de estas unas éticas de la vulnerabilidad (Pelluchon, 2011; 2014).

Cuando se habla de vulnerabilidad se destaca, según Jean-Louis Chrétien (2017, p. 7),

[…] lo que puede ser herido (blessé), lo que supone un ataque que viene desde el exterior. Solo el viviente, en el sentido más amplio, puesto que se puede decir de un árbol, es susceptible de ser herido, mientras que ‘frágil’ puede calificar a seres inanimados. El vaso será, notoriamente, en el lenguaje y la tradición, el paradigma de la fragilidad.

 

Así también, Ranaud Barbaras (2018, p. 47) afirma:

Conforme a la etimología, la vulnerabilidad reenvía a la posibilidad de ser herido. Pero, en verdad, esta definición peca por su exceso de extensión y, de partida, por su indeterminación. En efecto, en la medida que todo viviente es susceptible de ser herido, la vulnerabilidad se vuelve la condición de todo lo que no es destruible, y en ese sentido, la vulnerabilidad se confunde con la fragilidad.

 

Y un poco más adelante Barbaras (2018, p. 48) agrega: “[…] ser vulnerable es estar amenazado en su integridad y finalmente en su existencia misma”. Se puede apreciar, en ambos intentos de definir la vulnerabilidad, la necesaria distinción con la fragilidad, aunque esta no parece ser del todo transparente. Mientras que la vulnerabilidad señala un modo de ser ‘amenazado’ que es propio del viviente, y cuánto más del ser humano, la fragilidad, por su parte, es más bien relativa a las cosas materiales en cuanto pueden romperse. De alguna manera, esto podría indicar una debilidad en su constitución o una falla que, aunque mínima, puede bastar para que un material fuertemente sólido pueda quebrarse por la acción de un solo un golpe. Y, entonces, la fragilidad de las cosas indica una debilidad en su constitución que las deja expuestas a la posibilidad de quebrarse y de romperse. Ahora bien, cuando la fragilidad es la de una persona, pudiendo esta ser comprendida como una debilidad, por ejemplo, aquella corporal y anímica del hombre enfermo, no remite necesariamente al ser amenazado, siendo que incluso, en ocasiones, la debilidad de tal o cual sujeto puede ser reivindicada como su fortaleza moral o intelectual. Y, entonces, tales personalidades reivindican su fragilidad, por ejemplo, como la fuente o la ocasión permanente de su creatividad, de su ingenio y de la producción de su obra. Así, pues, en ocasiones, la fragilidad, sea psíquica o física, conlleva a los sujetos a fortalecerse, a acorazarse, sin que esta dé la ocasión para la vulnerabilidad. En suma, la fragilidad, cuando es referida a la condición humana, alude más bien a una debilidad que no necesariamente debe ser pensada bajo el alero del ser amenazado, aunque este sea ciertamente una de sus posibilidades. Es también el juicio de Barbaras (2018, p. 48) quien indica que:

[…] se puede decir de alguien, y de nuevo tanto en el plano psíquico como físico, que a pesar de su fragilidad no es vulnerable. [Así también:] se puede ser vulnerable sin ser particularmente frágil, así como puede haber una fragilidad que no implique ninguna amenaza para el sujeto en su ser mismo, que no comprometa ninguna vulnerabilidad.

 

Se entiende que lo que aquí define a la vulnerabilidad es el hecho de ser o de estar amenazado. Esto implica dos cuestiones en un primer nivel de análisis: en primer lugar, que la vulnerabilidad del ser humano consiste en no estar provisto de defensas, en encontrarse desarmado; y, en segundo lugar, que la vulnerabilidad es relacional y situacional. Así, por ejemplo, reconocemos que las personas en situación de calle son vulnerables en cuanto están expuestas a peligros de diversa índole que amenazan su vida; o, podemos también reconocer la vulnerabilidad de los inmigrantes indocumentados o sin las calificaciones laborales suficientes y que llegan a vivir a un país extranjero en condiciones riesgosas para su salud, su vida, sus planes de vida personal y familiar, etc. O, también, hablamos de vulnerabilidad respecto de los niños o ancianos[7] en cuanto estos “[…] no poseen defensas inmunitarias o incluso vitales que les permitan hacer frente a las agresiones que son susceptibles de sufrir, de tal modo que es su vida misma la que puede encontrarse amenazada.” (Barbaras, 2018, p. 49). Con todo, la vulnerabilidad se dice tanto del modo de estar expuesto al peligro, como de la situación en la que el sujeto se halla implicado y concernido. Es, a juicio de Barbaras (2018, p. 49), “[…] la situación de aquel que es sin defensas”, por lo que “ser vulnerable es no estar armado”. Bajo este respecto, la vulnerabilidad es relacional, pues consiste en aquella exposición a peligros que vienen de afuera y que amenazan el todo del existir humano.

Pero, estos análisis solo pueden sostenerse si con ellos se considera que “[…] existir es defenderse.” (Barbaras, 2018, p. 50). Lo que a su vez indica que la existencia misma del ser vivo implica un modo de exposición radical al peligro y a la amenaza que recae ante la integridad de la vida y del existir. Que la existencia consista en defenderse nos dice más sobre la debilidad constitutiva del ser mismo que sobre lo amenazante y su fuerza destructora. Es necesario reconocer que el carácter situacional de la vulnerabilidad tiene su fundamento en el modo de ser vulnerable del ser que somos cada uno de nosotros; por lo que el carácter de lo “amenazante”, que es el correlato de la vulnerabilidad, antes que venir de fuera, es intrínseco al sujeto mismo. Hay una disposición de aquel a ser quebrado y herido que define a la existencia y sin la cual no podría esta ser comprendida precisamente como un sostenerse afuera de sí, esto es, como cuidado, como aquel modo de estar donde nuestros intereses nos conducen y de tener nuestro centro en aquello que nos conmina y llama, al tiempo que, de alguna manera, nos exilia de nosotros mismos, siendo, entonces, un modo de estar eminentemente comprometido consigo mismo.

La vulnerabilidad no solo indica aquella destructibilidad inherente al sujeto, sino también el hecho de que esta -la vulnerabilidad- le es del todo constitutiva. O, dicho de otra manera, la vulnerabilidad empírica y situacional, aquella de la que se hacen cargo las éticas del care, tiene su fondo en una vulnerabilidad existencial e indeterminada, puesto que más bien se trata de “una forma de debilidad en el corazón de la existencia misma.” (Barbaras, 2018, p. 52). Esta última cuestión, también relevada por Barbaras, me parece del todo importante. Pues, mientras que de la vulnerabilidad empírica o situacional podemos reconocer qué es lo que la amenaza, respecto de la existencial, esto es, de aquella que señala un modo de ser carenciado del ser que somos, no se puede identificar objeto alguno, puesto que es el existir mismo, el todo del existir el que se halla amenazado sin que ningún objeto en particular lo haga. Que la existencia sea vulnerable significa que esta consiste en hallarse siempre sin defensas y, por tanto, expuesta al riesgo de ser herida. “Sin defensas” significa aquí que no hay manera de prevenir el riesgo, ni modo de acorazarse de antemano ante aquel que, por lo demás, no puede ser previsto porque no es identificable como tal. Mientras que con respecto a la vulnerabilidad situacional aun tenemos un ámbito de acción, de previsión posible, precisamente porque podemos reconocer qué amenaza nuestra existencia, esto ya no es posible si consideramos que el existir mismo es vulnerabilidad, pues, incluso reconociendo lo que lo amenaza, no hay maneras de prevenirlo, ni defenderse ante su arribo. Es lo que pasa, por ejemplo, en las situaciones de vulnerabilidad afectiva tales como las de enfrentar la muerte de un ser amado, o, incluso, en términos positivos, las de afrontar el hecho de reconocerse amante de tal o cual persona que, en algún momento, nos ha dejado sin defensas y ha reorientado nuestro plan de vida de modo radical. Entonces, se puede decir que amar es propio de un existir vulnerable y que, por lo mismo, no puede prepararse ante los golpes sufridos por los cambios de fortuna, ante la reorientación existencial que promueve la presencia amorosa y amante de aquella persona que viene a hacer época en el curso de nuestra vida. Como se ve en este último ejemplo la amenaza que recae sobre el existir humano no tiene por qué tener la forma de una violencia extrema, ni tampoco implica una negatividad reductora, ni la pérdida de la autonomía moral. La vulnerabilidad señala más bien el hecho de que existir es un modo de hallarse aventurado, esto es, expuesto a la presencia de las cosas mismas o de las otras personas, en tanto que esta toma los caracteres de un acontecimiento, vale decir, de aquello que nos sucede de un modo imprevisto, inesperado y que posee una fuerza irruptora tal –que a menudo opera silenciosamente y a nuestras espaldas– que siempre nos encuentra con la guardia baja. En suma, la vulnerabilidad es la pasibilidad de fondo que caracteriza al existir humano; aquella disposición –a pesar de sí– a padecer, a sufrir el arribo de la presencia de lo otro, de los otros, que no se deja recibir de antemano, pero que abre el espacio de su acogida.  

Es necesario aún algunas precisiones antes de abocarnos luego a repensar el cuidado en su dimensión ontológica en conformidad con la vulnerabilidad existencial. En primer lugar, he afirmado, siguiendo muy de cerca a Barbaras, que la vulnerabilidad existencial no se halla amenazada por un objeto, pero luego he indicado que esta consiste en una exposición a la presencia de las cosas, las personas, etc. en su dimensión acontecial. En ello no hay contradicción en la medida en que lo que está aquí en juego es la pasibilidad, esto es, aquella capacidad de sufrir, de padecer el arribo acontecial de las cosas, que, en cuanto acontecimientos, no se nos dan como lo hacen los objetos, de frente y previsiblemente. Tal disposición que es la vulnerabilidad, lo es respecto de lo que se impone al existir humano según el modo de la afección. Así, somos vulnerables porque somos capaces de ser reorientados atencional y existencialmente por aquello que, sucediéndonos -un acontecimiento-, no era acogible antes de su advenimiento. Es por ello por lo que Henri Maldiney habla más bien de transpasibilidad (Maldiney, 2007, pp. 263-308) con el fin de destacar aquel quedar expuesto a la presencia de aquello que dándosenos no soporta, antes de su arribo, ningún esquema previo, ningún esbozo anterior, ninguna prueba que pretenda anticipar la manera de cómo recibir eso que nos sucede: la muerte del ser amado o el enamoramiento súbito que embarga nuestro existir, por ejemplo. En suma, la vulnerabilidad del existir consiste en esta pasividad que es transida por lo otro sin que el sujeto pueda negarse a ello. Cada uno de nosotros, pudiendo proyectar el curso de su existir, solo puede hacerlo sobre este fondo inesquivable que es la pasibilidad o transpasibilidad que devela la imposibilidad que tenemos de no estar expuestos al arribo de todo lo que, sucediéndonos, puede herirnos, incluso, mortalmente, como cuando se dice que “se muere de amor”. Si esto es así, es preciso indicar que la vulnerabilidad existencial -que a mi modo de ver es el fundamento de aquella a la que atienden las éticas del care- hace de nuestro existir, uno aventurado. Mientras que la aventura del aventurero cuenta con el control y la previsión del riesgo, pues se trata precisamente de un profesional de las aventuras, el hombre aventurado, por su parte, es aquel que se haya expuesto a su pesar al riesgo que significa ser y existir sin que pueda premunirse de antemano ante los riesgos posibles e imposibles -es decir, inanticipables- que pueden caer sobre sí y sorprenderle. Por ello, la aventura de la existencia “[…] está ligada a ese tiempo del tiempo que se llama futuro y cuyo carácter esencial es ser indeterminado, porque es el enigmático imperio de los posibles y depende de mi libertad […]. La región de la aventura es el futuro.” (Jankélévitch, 2017, p. 11).

La cuestión, entonces, es ¿cómo la vulnerabilidad existencial consiste precisamente en esta pasibilidad o transpasibilidad que nos hace pender siempre de un hilo ante lo inesperado que puede tomar tanto un cariz trágico como feliz, pero que, en cualquiera de sus formas, no deja de poner en juego el todo de nuestro existir? Y en tal pender de un hilo y con la guardia baja ante los acontecimientos que nos sorprenden, la existencia humana se revela constitutivamente expuesta de modo radical a ser quebrada y herida, sin que podamos hacer nada ante dicho riesgo. En suma, existir es correr un riesgo no medible, no previsible y estar siempre expuesto a la crisis como interrupción de nuestro modo de estar orientado en el mundo. No hay nada que hacer contra esta vulnerabilidad, pues aquella nos define de punta a cabo, siendo a su vez el fundamento de la vulnerabilidad empírica, relacional y situacional, a la que prestan toda su atención las éticas del cuidado.

Lo que quisiera preguntar entonces es por la manera cómo la vulnerabilidad existencial nos permite repensar el cuidado desde este fondo existencial y ontológico que he intentado poner de relieve. Para ello, propongo traducir la expresión care por cuidado que reúne a su vez el fenómeno de la atención -en su doble acepción ya descrita- y de la solicitud hacia el otro.

 

3 EL CUIDADO COMO RESPUESTA INQUIETA Y CONCERNIDA

¿Cómo la vulnerabilidad existencial nos permite a su vez repensar el care desde este fondo existencial y ontológico que he intentado poner de relieve? Considerando lo anteriormente examinado, se puede afirmar que el cuidado que podemos asumir por el otro en situación de dependencia o de riesgo depende, en primer lugar, de aquella estructura o modo de ser que es la vulnerabilidad existencial. ¿En qué sentido? Esta, siendo aquella capacidad de padecer, de sufrir “sin bosquejo previo”, es también, por tanto, una capacidad para recibir antes de que este acto –acoger– sea precisamente intencionado, buscado, realizado y hasta estereotipado. Por el contrario, ser vulnerable es ser tocado, afectado, estremecido –como en los casos del duelo o del enamoramiento–, de modo tal que el sujeto no participa de la recepción de aquello que, adviniéndole, lo transforma. Por consiguiente, la vulnerabilidad como pasibilidad tiene como correlato a la inquietud. Somos vulnerables porque somos inquietados o movilizados por la irrupción de los acontecimientos, de las situaciones que revelan la hendidura que es propia a nuestro existir. Mas, también es necesario indicar que la inquietud nace al alero de aquella fragilidad constitutiva del ser humano que consiste en no contar con defensas ante el riesgo que implica existir. Bajo este respecto es necesario señalar que el cuidado es primeramente aquella inquietud que habitamos y por la que somos despertados hacia los asuntos que son los nuestros o que se vuelven nuestros. Antes de que la vulnerabilidad sea identificada con la situación de la otra persona que, viendo en algún respecto amenazada su existencia requiere ser asistida por otros para, de este modo, volverse sujeto de cuidados, la vulnerabilidad se halla, primariamente, del lado de quien puede responder a la exhortación del otro vulnerable. Lo que significa que podemos asumir el cuidado de alguien porque somos primeramente vulnerables a su presencia -esto es, porque podemos ser quebrados por ella-, así como somos capaces de ser reorientados en nuestra atención, en nuestras prácticas, etc., y, por ello, comportarnos acomedidamente como respondientes de la vulnerabilidad del otro. Con ello, es preciso indicar que el cuidado es aquella inquietud que nos orienta en el mundo con y ante los otros. Es en este sentido que cuidar es atender, es decir, es poder focalizarse perceptivamente en algo o alguien, así como comportarse acomedidamente con relación a la fuente de su inquietud. Mas, lo que la vulnerabilidad, como pasibilidad, pone de relieve es que el cuidado, aquel modo de ser que consiste en la inquietud, no es siempre sinónimo de proyecto, pues su movimiento, su ser-lanzado hacia, su ser movilizado, incluso teniendo un objeto que lo mueve, no puede sino desplegarse al alero de la vulnerabilidad o exposición que conlleva orientarse. Por ello, el cuidado, como modo de ser, no puede confundirse con aquel comportamiento solícito que cuenta con un repertorio de acciones o de un conjunto de prácticas a partir de las cuales el sujeto se puede abocar a los cuidados del otro vulnerable. Mas bien habría que indicar que el care -en el lenguaje de las éticas aquí brevemente examinadas- tiene su fundamento en este modo de ser que es la inquietud -el cuidado-.

         Consideremos la siguiente situación que nos presenta Ricœur (2019, p. 117):

Vean que cuando un niño nace: por el solo hecho de estar ahí, obliga. Nos hemos vuelto responsables de lo frágil. Pero ¿qué quiere decir volvernos responsables? Esto: cuando lo frágil no es algo sino alguien […] ese alguien nos aparece como confiado a nuestros cuidados, puesto a nuestro cargo.

 

Lo que hay que destacar de este texto es lo siguiente: el recién nacido, que a juicio de Ricœur es expresión de fragilidad, despierta en los prójimos el sentimiento de responsabilidad, esto es, de estar a su cargo, y, por tanto, de que él -el niño- es sujeto de cuidados. ¿Qué significa eso? Que quienes lo reciben pueden acogerlo y comportarse acomedidamente con relación a él, es decir, pueden cuidarlo. Mas, el cuidado, entendido como práctica, tal como lo proponen Tronto, Brugère, etc., supone, a su vez, para su movilización, aquel reconocerse implicado y concernido por el recién nacido. Así, el bebé se impone a sus prójimos como aquello de lo cual y a quien hay que responder. Nada de ello sería posible, sin embargo, si quienes se asumen como sus respondientes no pudiesen recibir el golpe que les propina el encuentro del recién llegado. Tal encuentro puede ser comprendido en tanto que vulnerabilidad afectiva y, por tanto, como teniendo a la base aquella pasibilidad que consiste en tener la guardia baja y sin defensas y por la que también podemos ser reorientados atencional y existencialmente. El cuidado no consiste primeramente en aquellos modos que tenemos de responder al otro, sino en aquella manera que tenemos de ser afectados por su presencia y movilizados por y hacia ella. Es decir, el care, en los términos examinados en la primera parte de este trabajo, es segundo con relación al cuidado como inquietud, como pasibilidad o vulnerabilidad afectiva. Hay un cuidado primero que es esta capacidad de hacer la experiencia del encuentro del otro que, en su fragilidad, tal como lo indica Ricœur, encuentra las fuerzas para imponerse como un acontecimiento que, concerniéndonos, nos hace sus responsables. Así, se puede señalar que antes de tomar la decisión de asumir tal responsabilidad, ya somos responsables del otro que nos adviene, incluso si luego decidimos abandonarlo, lo que, por lo demás, solo es posible para quien ya hizo su encuentro. Al respecto, Corine Pelluchon (2014, p. 256) indica:

[…] esta experiencia del encuentro del otro, experiencia que es aún más vivida en ‘la rectitud del cara a cara’ cuando este otro está en su habitación de hospital y cuando está despojado de sus ropas de trabajo, cuando está desnudo, significa que la identidad no es la de la conciencia, es decir, la de un yo dotado de saberes y de poderes […]. Tal es el sentido del concernimiento, que es una experiencia que interrumpe la intencionalidad y la voluntad, lo que hace decir a Levinas que la responsabilidad es pasividad.

 

Se puede comprender que dicha pasividad no es solo una aperturidad al otro, sino que es también una capacidad de ser alcanzado por el otro. Estar concernido por… no es un estar interesado de sobrevuelo, como la curiosidad del niño que recorre las habitaciones abriendo los muebles de la casa que visita por primera vez, sino que es más bien un modo de estar implicado de modo radical en aquello cuyo darse es la ocasión de un ser afectado por su dación. Así, la primera forma del cuidado es la de esta exposición, la de esta inquietud por la que el objeto del cuidado se impone de tal manera que el sujeto queda atado a este, tal vez, incluso de modo permanente o, al menos, con cierta persistencia. Pero esto nos dice a su vez que el cuidado es un modo de exposición que pone en juego y en riesgo el todo del existir personal. Alguien concernido por la presencia del otro, del recién nacido en nuestro ejemplo, no lo estaría, si esto no lo comprometiera del todo tanto atencional como pragmáticamente.

         La inquietud, en cuanto capacidad afectiva a partir de la que el sujeto se reconoce implicado y concernido por las cosas, los otros y el mundo, y por la que se orienta y reorienta cada vez en pos de su realización, de su ser-proyecto, debe ser entendida como vulnerabilidad en su sentido existencial. Pues, todo cuidar, por el que nos desvelamos o por el que buscamos asumir una vigilia lúcida, tiene su fundamento en aquella vulnerabilidad según la cual nuestro existir es sin defensas. ¿No es precisamente el sentimiento de hallarnos expuestos ante lo que nos llena de inquietud lo que nutre y anima la resolución que tomamos de asumir su cuidado? Así, el acto de cuidar se halla fundado en aquella vulnerabilidad que no es provocada primeramente por un objeto, por algo otro, sino que es constitutiva del modo de ser del ser que somos: es la fragilidad de nuestro propio existir, aquella disponibilidad a ser quebrada desde dentro, lo que vuelve al ser humano pasible del otro y de lo otro. O, de otra manera dicho, es aquella percepción que tenemos de nosotros mismos como sujetos frágiles y vulnerables la que nos permite quedar abiertos a la recepción y a la tarea de afrontar el cuidado de la otra persona. La vulnerabilidad del otro, en términos sociales, por ejemplo, la podemos comprender, de esta manera, como una amenaza para su existencia porque primero hemos hecho la experiencia de la posibilidad del quiebre y de la crisis de la nuestra.

         Mas, si el cuidado es un modo de estar orientado atencional y acomedidamente hacia el otro o lo otro a causa de la vulnerabilidad que le es propia, es preciso indicar también que su avanzar se halla ya inquietado y desprovisto de certezas respecto de su marcha y acción, y que, por lo tanto, no solo debe dejarse orientar -e incluso regular en su acción- por protocolos, procedimientos estereotipados, etc., sino también por la incertidumbre y la ignorancia. Quien cuida esmeradamente a otro, por ejemplo, hace de su atención hacia él un ejercicio continuo de aprendizaje con relación a los modos cómo se debe entregar al cuidado del sujeto vulnerable. Así, es la vulnerabilidad como pasibilidad aquella apertura afectada e inquietada la que, a su vez, acompaña al cuidar en su despliegue y que, antes que una praxis, es, en primer lugar, un esfuerzo constante de acogida. Pero si el cuidado es también un esfuerzo de lucidez y de acogida, lo es en razón de la impotencia que lo constituye. Esto se puede entender del siguiente modo: si todo cuidado es motivado por la presencia sorpresiva e inquietante de la otra persona o de lo otro, esto significa que el acto mismo de cuidar toma forma en aquel ser tomado inesperadamente por aquello que es la fuente de su inquietud. Así, el cuidado, como atención acomedida, tiene su fundamento en el ser sorprendido por la presencia de lo otro, en el descubrirse con la guardia baja, carente de recursos con los cuales poder responder a lo que nos encuentra de improviso. Nuestros modos habituados de ser en el mundo son puestos en cuestión en la experiencia de la sorpresa. Es por esta razón que el cuidado, como inquietud y respuesta concernida, no puede sino reconocerse impotente, es decir, sin los recursos, ni el saber necesario, para responder a lo que lo demanda. En suma, si el cuidado es un modo de estar orientado hacia el otro y su vulnerabilidad, tal estar dirigido atencionalmente tiene su fundamento en un haber sido encontrado y despertado hacia lo otro que no era esperable antes del encuentro realizado. Nada nos prepara, como cuidadores, para asumir esta tarea que, incluso prevista -porque es parte de nuestro oficio o porque hemos planificado llevar a cabo tal o cual actividad que demanda que asumamos un cuidado especial en ella, etc.-, se nos presente de modo inédito y nos encuentra, por tanto, sin preparación y sin los recursos necesarios para su plena realización. Los ejemplos que hemos dado al comienzo de este texto pueden permitirnos ilustrar esta situación de impotencia que acompaña al cuidado como esfuerzo de acogida lúcida y atención acomedida. El caso del montañista puede bastar para aportar las clarificaciones requeridas. En su marcha, este recorre los senderos de la montaña prestando atención a los obstáculos del camino, al paisaje que puede ser experienciado como el horizonte de su actividad o, en ocasiones, como aquello que se le impone como una atmósfera afectiva que comunica con él. Con todo, la progresión de su marcha implica ya que el sujeto esté abocado cuidadosamente a esta, es decir, orientado atencionalmente al camino, al paisaje, y a sí mismo. Su orientación está en conformidad con los recursos previos con los que cuenta para su realización. En cada paso que da está comprometido como proyecto, pero, sin embargo, también está expuesto a un cambio de situación -feliz o desgraciado- que lo obligue a reorientarse -atencional y pragmáticamente- al interior de esta. La sorpresa que lo afecta, ciertamente, es vivida como un modo que tiene la realidad de imponerse tan inéditamente que los recursos con los que el senderista contaba para abocarse a la marcha por la montaña quedan puestos fuera de juego. Este se descubre, entonces, impotente ante lo que se le da, pues no sabe cómo ni con qué recursos responder. Y, sin embargo, tal impotencia y tal ignorancia, se revelan constitutivas del cuidado. Aquel que se halla sorprendido por la presencia de lo otro o de la otra persona, no deja por ello de asumir su cuidado. Es precisamente todo lo contrario. La fuente de inquietud no puede darse sino como este exceso de sentido que, revelándose, nos desarma constantemente y nos devela impotentes para asumir su cuidado. Mas, con ello, nos hunde asimismo en dicha tarea que, finalmente, no tiene medida. O, dicho de otro modo, es por la impotencia propia del cuidado que este solo puede asumirse como una tarea indefinida e, incluso, ilimitada. No teniendo medida para saber si el cuidado es bueno, correcto, justo, etc., tampoco la hay para saber cuál es su tiempo de realización. Es porque nos hallamos, ante lo que demanda nuestros cuidados, siempre sin defensas y sin poder -al menos, sin poder que pueda ser reconocido adecuado para el ejercicio del cuidado de un modo a priori-, que se abre para nosotros la posibilidad de abocarnos a la búsqueda de su realización. Y, entonces, se puede indicar que el cuidado lo vivimos como un esfuerzo impotente e ignorante de responder a lo que se nos impone como una tarea para ser asumida. El cuidado, como un modo de ser atencional y acomedido, tiene su fondo en aquel ser sorprendido de impotencia por lo inquietante, pues lo que nos inquieta excede los recursos que tenemos para hacerle frente. Lo que significa a su vez que el cuidado tiene su fundamento en la vulnerabilidad propia de la existencia o de la vida. No asumiríamos el cuidado de nada, si no fuésemos en sí vulnerables.      

 

CONCLUSIONES

Pensar al cuidado como inquietud y a la vulnerabilidad como pasibilidad, implica a su vez reconocer que lo que hace al existir propiamente humano es su apertura a la crisis que abre la hendidura en su existencia. Cuidar, se podría decir, es siempre una respuesta crítica -que busca la lucidez- ante una situación inquietante e inesperada. Y, en este sentido, es una respuesta a aquello que no solo me requiere -como lector, caminante o cuidador de un enfermo, por ejemplo-, sino que me sorprende de impotencia, esto es, de un no-poder de fondo ante lo demanda de nuestras respuestas. ¿Por qué impotencia? Porque aquello que se da a cuidar, en su singularidad, en su acontecialidad, siempre es inesperado y sorpresivo. No hay nada que, demandando su cuidado, se deje prever, anticipar y dominar tal como se hace con los objetos que manipulamos. Si un enfermo no se reduce a su enfermedad, aquello que nos exige de él, su vulnerabilidad, tampoco se deja recortar en condiciones objetivas y descriptibles del todo. Hay una excedencia en lo frágil y vulnerable que sobrepasa los modos de respuestas con los que previamente contamos, y que redirige también la mirada que inicialmente ponemos en la fuente de nuestra inquietud. Con ello, es preciso indicar que el cuidado siempre es, de algún modo, impotente ante lo que cuida, pero no por ello menos persistente ante la tarea a la que el sujeto cuidador se ve confrontado. 

Cuando aquel ámbito de inquietud nos exhorta y nos sorprende impotentes, al mismo tiempo que hace aquello, quiebra nuestro trato con el mundo y con los otros -nutrido de procesos de familiarización y cotidianización que nos acorazan ante la incerteza que habita la relación con el mundo- y revela, de esta manera, la vulnerabilidad de nuestro existir que se quiere libre y total. Una situación excepcional, como la de una crisis personal o social, tiene la virtud de visibilizar una dimensión de la existencia que le es tan propia como negada, a saber, el hecho de que vivir o existir para un ser humano implica asumir un riesgo que no es parcial, sino que lo afecta en su integridad. El movimiento de la existencia no se despliega sin que ello signifique una exposición a ser abruptamente detenido, interrumpido y herido: es decir, a la existencia humana le es propia una vulnerabilidad que le demanda, en su despliegue, asumir el cuidado de sí y de lo otro, esto es, orientarse en el mundo, ante y con los otros, intentando atender con lucidez el camino en el que se compromete. De este modo, la existencia “[…] tiene necesidad de ponerse en peligro para experienciarse ella misma, para confrontarse con una alteridad ante su movimiento de crecimiento tanto interna como externa, que lo devela a él mismo como movimiento que puede igualmente debilitarse e interrumpirse.” (Popa, 2018, p. 293). Es así como la vulnerabilidad existencial es una estructura inherente a nuestro modo de ser. Afrontar la vulnerabilidad de este modo implica ya reconocer que esta no puede ser pensada sin poner en evidencia la exterioridad como amenaza. Incluso, si se trata de una alteridad interna, como, por ejemplo, un dolor corporal, aquello no puede ser vivido sino como una dimensión de nuestra existencia que no dudaríamos en describir como ajena, extraña, insólita e inaudita, incluso, si esta se ha vuelto de algún modo recurrente. La vulnerabilidad se deja visibilizar de esta manera en el encuentro con una presencia que le es extraña y exterior; una presencia, sin duda, amenazante. Y el cuidado, por su parte, se erige como aquella manera que tenemos los seres humanos de afrontar la inquietud según el modo de la incertidumbre. Pues, el acto de cuidar sobrepasa con mucho las acciones estereotipadas por las cuales se atiende profesionalmente un objeto o sujeto de cuidado. Es mucho más que ellas, aunque también germina en estas conductas que son por lo demás del todo útiles.

Con todo, es preciso indicar que en cuanto hemos intentado dar cuenta de los fundamentos ontológicos -a mi juicio no explicitados- de las éticas del care, la discusión se ha centrado más bien en un intento de comprensión de la vulnerabilidad y del cuidado como modos de ser del ser humano. Afrontar la cuestión de este modo implica poner entre paréntesis, en este nivel de análisis y de descripción, las cuestiones de género que, ciertamente, y con justicia, las éticas del care relevan. Y esto, en cuanto la mira del análisis apunta hacia aquellos fundamentos que, en tanto tales, son constitutivos del existir propiamente humano. La vulnerabilidad y el cuidado son estructuras que afectan al ser que somos y, a partir de las cuales, se configura nuestra experiencia. De este modo, los análisis precedentes nos permiten comprender ahora que a lo que las éticas del care no atienden suficientemente es al hecho de que el cuidado -entendido como atención, como práctica, etc.- no es sino una posibilidad abierta por la vulnerabilidad existencial, entendida esta como pasibilidad. Lo que significa que, antes que ser la vulnerabilidad el objeto del cuidado, es su fondo sin el cual el cuidado, como care, no sería siquiera una posibilidad. Si el care es pensado como una actividad genérica que tiene por fin el mantenimiento de la autonomía del sujeto, si este tiene como objetivo hacerse cargo de la fragilidad y de la vulnerabilidad situacional propia del ser humano, habría que indicar, por el contrario, que el cuidado, entendido en su dimensión ontológica, es un modo de ser que está fundado en la vulnerabilidad como pasibilidad. Asimismo, el care, como respuesta efectiva ante la vulnerabilidad -situacional o empírica- que afecta al ser humano, tiene su fundamento en el cuidado como inquietud y respuesta concernida. Lo que distingue a uno y a otro es que el primero es una actividad genérica que podemos asumir o no, pues depende de la situación particular -pero también política, social, económica, etc.- en la que nos hallemos; mientras que el cuidado, tomado en su carácter ontológico, es un modo de ser que es propio del ser humano y que consiste en una apertura frágil, esto es, sorprendida de impotencia e ignorancia y que, por lo mismo, la asumimos como una tarea que pone en juego el todo de nuestro existir. Así, si el care tiene como una de sus finalidades prioritarias el recobramiento de la autonomía perdida del hombre vulnerable, a su vez, habría que indicar que su ejercicio tiene como fundamento a la vulnerabilidad como pasibilidad.

 

Vulnerability and Care

 

Abstract: The following text aims to think the question of human vulnerability and the care. Thus, two different approaches can be taken. The first, specifically, is the one proposed by Carol Gilligan and the ethics theorists of Care, who considers vulnerability in its relational and social character. The second is to face vulnerability as a way of being typical of the human being, so the clarifications sought in this regard reveal that the demand requires an ontological understanding that is first in relation to the social one. This also make it possible to complement the ethics of care by conducting the questioning of care also at an ontological level, rather than a social one. Thus, the ontological understanding of the requirement in turn demanded an interrogation of care as a human attention mode.

Keywords: Vulnerability. Care. Restlessness. Pasibility. Existence.

 

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Recebido: 29/3/2020

Aceito: 26/5/2020

 



[1] Este texto ha sido escrito en el marco del Proyecto Fondecyt Regular Nº 1180375 del que el autor es investigador responsable. Una primera versión reducida de este texto -y que ha sido profundamente modificada y ampliada- fue presentada en el Seminario-Taller Historia, Género y Cuidados: Reflexiones Interdisciplinarias, organizado por la Dra. Soledad Zárate en la Universidad Alberto Hurtado entre el 16 y 17 de mayo de 2019. Le expreso mi agradecimiento por la ocasión que me ha dado de abocarme a la reflexión de esta temática.

[2] Universidad de La Frontera, Temuco –  Chile. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5936-8641. E-mail: patricio.mena.m@ufrontera.cl.

[3] “Según Kohlberg, teórico del desarrollo moral que se inscribe en la línea de Mead y de Piaget, el individuo plenamente moral es aquel que actúa según principios universales, la clave de la actitud moral reside en la reciprocidad: implica un sí-mismo autónomo capaz de evaluar las situaciones morales problemáticas de manera imparcial. Su teoría de los estados morales de desarrollo describe el paso progresivo de una actitud preconvencional, donde el individuo se relaciona exclusivamente con sus intereses egocéntricos, hacia una moral convencional, donde identifica las reglas morales con las reglas de su comunidad de pertenencia, y luego a una moral postconvencional caracterizada por un grado de reflexividad superior y donde son formulados principios universales potencialmente válidos para todos. En este modelo el problema moral es definido como un conflicto entre reivindicaciones de derechos y debe poder ser resuelto al término de un razonamiento deductivo y abstracto. Mas, según la teoría de Kohlberg, las mujeres aparecen como menos maduras desde el punto de vista moral: a edad y niveles de educación iguales, sus performances parecen menos buenas. Elaborada exclusivamente sobre la base de investigaciones que tienen a sujetos masculinos por objeto, la teoría de Kohlberg no parece equipada para describir el tipo de razonamiento moral puesto en obra por las mujeres interrogadas por Gilligan.” (GARRAU; LE GOFF, 2010, p. 40-41).

[4] Es preciso hablar de éticas del care, en plural, pues tras la publicación de In a Voice Different de Carol Gilligan, otras autoras se han abocado a la tarea de profundizar en dicha temática y de ampliarla, tal es el caso de Joan Tronto, Pascal Molinier, Patricia Paperman, Sandra Laugier, Fabienne Brugère, Corine Pelluchon, entre otras autoras.

[5] Es necesario indicar que Joan Tronto identifica en el abordaje del care como disposición el peligro de su romantización y sentimentalización. Por ello, prefiere abordarlo en términos de práctica antes que de disposición. Al respecto, la autora indica lo siguiente: “Pensar el care como disposición permite pensarlo como siendo resorte del individuo. Desde entonces, el ideal del care que se forma todo individuo corresponde a la visión de mundo que es ya la suya. Esta perspectiva autoriza a la romantización y a la sentimentalización del care, y permite las divisiones del proceso del care precedentemente descritas. Como Ruddick lo sugiere, la mejor manera de evitar la idealización del care es pensarlo en términos de práctica. Cuando lo pensamos como práctica, con todos los elementos que lo componen necesariamente, entonces debemos tomar en cuenta todo el contexto del care. No podemos ignorar las necesidades reales de todas las partes en cuestión: debemos tomar en consideración las preocupaciones de los destinatarios del cuidado, como las competencias de aquellos que asumen el cuidado de otros y el rol de aquellos que asumen ‘hacerse cargo’.” (TRONTO, 2009, p. 163). Con ello, más que negar el carácter disposicional del care, el hecho de que este sea un modo de atender al otro, busca precaver ante los peligros que su sola consideración puede conllevar. Sin embargo, es preciso indicar, a mi juicio, que es la disposicionalidad del care lo que funda o posibilita su ejercicio. Esto es una cuestión que analizaré en los apartados siguientes.

[6] Sandra Laugier es una de las autoras que más ha relevado el carácter atencional del care. Así, por ejemplo, Laugier afirma que: “La ética es una atención a los otros, y al modo como son tomados (con nosotros) en conexiones. Toda ética es entonces una ética del care, de cuidado por los otros. Se trata una vez más de una percepción, mas aún particular: no de una ‘visión de mundo’ general que informaría nuestras percepciones, experiencias y conocimientos particulares.” (2011, p. 382). Por su parte, siguiendo a Laugier, Marie Garrau privilegia también la dimensión atencional del care; así, al intentar identificar algunas de las disposiciones morales del agente moral, reconoce que aquella primera “[…] sobre la que se funda toda acción moral en la perspectiva del care, es la atención entendida como sensibilidad a la particularidad de una situación. Esta atención incluye un elemento pasivo y un elemento activo: supone una capacidad para dejarse afectar por eso que sucede y para reconocer su implicación afectiva en las relaciones en las que estamos inscritos; a cambio, esta sensibilidad es concebida como el vector de una capacidad para percibir la situación en detalle y en su complejidad.” (2014, p. 50).

[7] Sobre la vejez y su análisis en torno a las éticas del care y de la vulnerabilidad, cf. Pelluchon (2014, p. 296-305).