La condición del académico en la época técnica[1]

 

Germán Ulises Bula Caraballo[2]

Hernan Ferney Rodríguez García[3]

 

Resumen: El siguiente artículo explora el condicionamiento del académico bajo lo que Heidegger, en su discusión sobre la esencia de la técnica, llama la estructura de emplazamiento. Particularmente, el quehacer de las humanidades está siendo dominada por instancias externas que ponderan la utilidad y lo medible métricamente por sobre lo cualitativo e inmanente a este trabajo. En ese sentido, el humanista se enfrenta a la reificación del conocimiento en medio de una empresa cultural que socava el contenido auténtico, a través de un aparataje de burocracias de mercado que ve el trabajo de las humanidades como una mercancía más. El trabajo del humanista consiste en convivir con los problemas propios de nuestro tiempo para ganar en lucidez, con la intención de apropiarse y responsabilizarse de las condiciones que enfrenta y las nuevas dimensiones de la acción humana capaces de contrarrestarla.

 

Palabras clave: Técnica. Heidegger. Henry. Estructura de emplazamiento. Humanidades

 

Introducción

“Y cuando estábamos con vosotros os ordenábamos esto: que si alguno no quiere trabajar, tampoco coma.” (II Tesalonicenses, 3:10). ¿Qué hemos de entender por “trabajo”? ¿Es trabajo lo que se hace en humanidades? Por ejemplo, se le suele preguntar al estudiante y al profesor de filosofía: “¿Y eso para qué sirve?”: la pregunta proyecta una sombra permanente sobre el quehacer filosófico y humanístico en general. Según cierta mirada, resulta dudoso si la filosofía trabaja o no, y sospechoso que esté comiendo.

En La Pregunta por la técnica, Martin Heidegger (2001a) describe la forma de desocultar característica de nuestro tiempo, la forma de abrir y constituir el mundo, como una “estructura de emplazamiento”: cada existencia (en el sentido en que una tienda tiene mercancías “en existencia”) es solicitada por algo más. Esta forma de ver, en la que toda cosa es incluida en una estructura que la antecede, la organiza y la pone a trabajar, Heidegger la llama la esencia de la técnica (que hay que distinguir de la técnica y los objetos técnicos: a esta y aquellos subyace la esencia, subyace una forma de desocultar).

A principios del siglo XX, economistas como Stuart Chase o Thorstein Veblen observaban un fenómeno parecido: el maquinismo produce interdependencia (CHASE, 1948, p. 73), los procesos de producción están coligados los unos con los otros, de modo que la industria exige precisión, estandarización, y un cuidado especial a los empates, a los puntos de contacto entre un proceso de producción y el siguiente (VEBLEN, 1948, p. 65): las tuercas deben responder al estándar de los pernos, y son solicitadas por ellos; a su vez, éstos son solicitados por el motor, que es solicitado por el camión, por la industria de alimentos… ¿Quién trabaja? El que tiene su lugar en la estructura de emplazamiento; el que hace parte del tren en el que cada vagón jala al anterior. Y ese es el que, piensa nuestro tiempo, debería comer.

En estas circunstancias, el quehacer de las humanidades se ve obligado a, por lo menos, dar la apariencia de pertenecer a la estructura, de servir, de forma coligada, a otra parte de la misma. Las humanidades se ponen al servicio de diferentes instancias externas: producen competencias lectoras para el mercado laboral o competencias ciudadanas para la democracia; se justifican como útiles, por ejemplo, porque Google tiene un filósofo de planta. Las humanidades se ven obligadas a medir su desempeño por el número de publicaciones en revistas indexadas, que tienen un oligopolio sobre el prestigio académico y, de esta forma, sobre los contenidos que tienen visibilidad. Lo que resulta intolerable es que las humanidades existan como una esfera independiente, que no estén encadenadas a alguna otra cosa en una cadena de producción.

Es así que el pensar aparece como “empresa cultural” (HEIDEGGER, 2001b, p. 17): un lujo al margen de la vida social sustantiva (HENRY, 2006, p. 149). Así entendidas, las humanidades comparten el mercado con otras “empresas culturales”: se presentan en las redes sociales, en ferias del libro, por televisión. Hace poco, en lo que podría parecer una buena noticia para la cultura, hubo quejas por las grandes filas que había para entrar a la Feria del Libro de Bogotá. ¿La explicación? Estaba firmando libros el youtuber Germán Garmendia, mejor conocido como “Hola, soy Germán”. Bien mirados, éste no es un producto cultural alternativo; más bien, siguiendo a Michel Henry (2006), es un producto contrario a la cultura, un producto de la barbarie.

La naturaleza de nuestro tiempo, para Henry (2006, p. 104) se explica en buena medida por la ubicuidad de la mirada cientificista que, desde Galileo, hace abstracción de los contenidos de la conciencia (del mundo de la vida), y lidia con un mundo de meras superficies, tamaños, velocidades y vectores de movimiento. Al margen de su pertinencia metodológica, esta mirada, como huida anestesiante de la vida y de lo vivo (de la angustia de encarar la propia existencia), permea todos los ámbitos de la vida humana, y socava las bases de la cultura, que es justamente el florecer de la vida a través de la vida. Sin cultura, sin “tareas infinitas” (para usar la expresión de HUSSERL, 1992, p. 75), el nuestro es un tiempo en el que las energías libres no tienen por donde medrar, en el que prima el aburrimiento y los impulsos destructivos (HENRY, 2006, p. 144).

La cultura es la respuesta de la vida al problema que la vida misma presenta, es el transformar en gozo el dolor y la angustia del ser arrojado a la existencia: es un añadir torres, alas, vitrales y figuras a la catedral de la Sagrada Familia para dar vida a las fuerzas vivas, y seguir añadiendo estilos y perspectivas indefinidamente (y no, como insiste la oficialidad catalana, hasta el 2026 cuando está proyectado el final de la obra). La mirada galileana, por su parte, es una respuesta alternativa al problema de la vida: un neutralizar lo vivo mediante la abstracción cuantificadora, un poner bajo control lo inquietante de lo vivo negando la realidad de la vida mediante el dogma de que sólo es real lo medible; lo que tiene tanto de ancho, largo y alto: lo objetivo. Pero, como famosamente señalara Husserl (1992), lo medible, lo objetivo, lo largo, todo esto existe tan sólo en nuestro mundo de la vida: la oclusión de lo vivo y subjetivo, por tanto, nunca puede ser completa. Por ello, el mundo galileano es también el mundo de la huida de lo vivo, el mundo de la saturación de imágenes descoyuntadas, que consiguen la dispersión de la vida, más que su cultivo: los programas de chismes de farándula, los programas de opinión deportivos, con sus simulacros de debates. Esta huida toma la forma de una interminable procesión de figuras inconexas, triviales, de actualidad; y también la forma de la ira y la violencia, como única válvula de salida a las energías vitales sin emplear. Lo satánico, la perpetua procesión de imágenes sin norte: lo que René Guénon (1962) llamaría “un siniestro carnaval perpetuo”.

La idea que presenta Henry (2006, p. 149) sobre la naturaleza de la televisión es aún más apta para describir nuestro actual entorno de medios (p.ej, “Hola, soy Germán”): la televisión (lo mismo que las redes sociales), por su naturaleza efímera, incoherente y múltiple, tiene un efecto de dispersión. No hace parte de la esfera de construcción y reflexión de la vida, del lento acumular capas de sentido sobre capas de sentido, sino que es parte del aparato con el que huimos de la vida: se trata de un desfile ininterrumpido de imágenes sin peso, destinadas a ser reemplazadas por otras de más actualidad. En este entorno, lo que promueve el lento cultivo de la vida es censurado por ahogamiento, por compartir escenario con la gigantesca producción dispersora de la barbarie: la cultura, en el sentido auténtico del término, es necesariamente un asunto del underground (HENRY, 2006, p. 192-193). Las filas no son para la literatura, son para los youtubers.

En este contexto, la academia se ve amenazada por varios frentes: por la barbarie cultural que se opone frontalmente a su tarea, por la burocracia gubernamental que le exige un tipo de réditos contrarios a su naturaleza, y también por el mercado que ve el trabajo de las humanidades como una mercancía más. Aquí opera un sutil truco del lenguaje: de la sustantivación del conocimiento (“ideas”, “ponencias”, “artículos”) nos deslizamos a su reificación; lo que es proceso lo vemos como sustancia: como algo que se transmite (en el aula), se incrementa (mediante investigación), se guarda (en repositorios) o se vende (mediante cursos de extensión) (VON FOERSTER, 1991, p. 189). En todo caso, las humanidades no se nos aparecen como algo que se cultive, que tenga un tiempo largo de maduración y una espontaneidad de crecimiento (HEIDEGGER, 2015).

Esta mala comprensión del trabajo en humanidades afecta no sólo los canales institucionales por los que transitan las humanidades, no sólo cómo se negocia y venden en el mundo social, sino cómo se llevan a cabo. Veblen (1948b, p. 106) anota que, como en el mundo moderno homologamos el aporte social a la ganancia, confundimos workmanship con salesmanship, la habilidad del vendedor con la del trabajador. El buen trabajador, pensamos, es el que sabe venderse, el que agencia su propia marca, el empresario de sí mismo. Esta confusión contamina el sentido del workmanship, el inmanente sentido de excelencia que permea cualquier trabajo que se hace con satisfacción, ese del que habla Longfellow (2007) en su poema The Builders:

           

In the elder days of Art,

Builders wrought with greatest care

Each minute and unseen part;

For the Gods are everywhere.[4]

 

En lo que sigue, exploraremos la naturaleza del trabajo en humanidades en el contexto de barbarie y emplazamiento que acabamos de esbozar. Primero diremos algo sobre las ideas en torno al rigor que hoy priman en nuestro entorno laboral.

 

1 Rigor

Son tres los padres de la mirada negadora de la vida que domina el mundo moderno: Galileo, que desnuda el mundo de cualidades secundarias y terciarias, para convertirlo en una pampa de volúmenes y superficies; Descartes, que formaliza la cesura entre la mente y el cuerpo, y comienza a abrir la brecha entre las “dos culturas” de la academia (SNOW, 2012), las ciencias duras y las humanidades; y Francis Bacon, quien hace del conocimiento una empresa, quien, al decir “saber es poder”, emplaza el saber a la empresa del poder.

En efecto, la consecución de poder guía la epistemología baconiana:

La ciencia del hombre es la medida de su potencia, porque ignorar la causa es no poder producir el efecto. No se triunfa de la naturaleza sino obedeciéndola, y lo que en la especulación lleva el nombre de causa conviértese en regla de la práctica (BACON, 1984, §3).

 

El saber, para Bacon, es un buscar correlaciones: x causa y, esto es todo lo que hay que aprender, “fuera de ahí [el hombre] nada sabe ni nada puede” (Bacon, 1984, §1). Es testimonio del poder de la filosofía que su propia destrucción es, en origen, obra de filósofos.

El proyecto baconiano de maquinizar la naturaleza, de hacerla obediente a nosotros, emplazarla a producir los efectos que le especifiquemos, requiere una maquinización del pensamiento. El “movimiento espontáneo” del pensamiento no es eficiente, hace falta “[…] impedir desde el principio que el espíritu quede abandonado a sí mismo, regularle perpetuamente, y realizar en fin, como con máquina, toda la obra del conocimiento.” (BACON, 1984, pref. I-II).

La estructura de emplazamiento requiere de las máquinas; las máquinas, a su vez, emplazan a los hombres; los hombres emplazan al pensamiento. Este pensamiento, en sí mismo coligante, emplaza a los datos. Recordemos lo dicho sobre los empates en la cadena de producción: esa máquina que es el método sólo puede usar datos que tenga por certeros (como queda claro en las Reglas para la dirección del espíritu, de DESCARTES, 1984). No sirve a este motor sino la gasolina purificada: la intuición, la anticipación narrativa, el mito, la metáfora rica, no hacen parte de esta estructura de emplazamiento. En palabras de Heidegger, en la ciencia moderna, la verdad significa la certidumbre del representar, el poner el objeto ante sí y hacerlo conformarse a cierto esquema anticipador en el que ocupa un lugar determinado (HEIDEGGER, 2010, p. 87). Es en este sentido que, como dice Heidegger citando a Max Planck, lo “real es lo que se deja medir” (HEIDEGGER, 2001a, p. 42).

He aquí, pues, una imagen del rigor: el pensamiento riguroso va de certeza en certeza, siempre con pasos garantizados por un método maquínico, que no admite ingredientes originados por fuera de los confines del método. Si bien las humanidades no adoptan exactamente el mismo rigor metodológico de las ciencias duras, se esfuerzan por aparentarlo. Incluso entre humanistas se puede dar la apariencia de seriedad en una ponencia si se incluye una estadística, un histograma, o un gráfico circular. En el campo de la filosofía nos topamos a menudo con guardianes del rigor, que alzan las manos con ansia después de una ponencia, para lucirse corrigiendo o puntualizando este o aquel detalle menor de terminología. O que protestan porque no se ha mencionado tal o cual estudio conocido relacionado con el tema (como si, por ser conocido, fuera necesario para el argumento que se quiere hilar). O que, ante una generalización (aún si la admiten como válida) protestan que no se ha incluido este o este otro dato que la matizaría (como si las generalizaciones no fueran, justamente, un abstraer desde los datos). El miedo a este tipo de críticas produce escritos que no son mucho más que una sosa sopa de referencias bibliográficas, matices, y precisiones terminológicas.

En cuanto pares evaluadores, en el ámbito de la publicación académica, todos nos vemos arrastrados a este rol de criticadores: no se trata de conversar con las ideas del artículo que evaluamos, sino de decir “esto sí, esto no”, como si, en este respecto, la aritmética y la filosofía fueran la misma cosa. Esta actitud tiene por efecto una castración de la filosofía, una sequedad producto de querer hacerse invulnerable, un decir casi nada para no dar lugar a peros (SERRES; LATOUR, 1995, p. 22). A esta timidez se asocia un uso perverso del lenguaje técnico, no para decir más sino para decir menos: para reforzar los muros de la fortaleza invencible con lenguaje esotérico (SERRES; LATOUR, 1995, p. 23).

Al mismo tiempo, y en marcada tensión, a veces obramos en cuanto maestros que fomentan la curiosidad y creatividad de las almas que están puestas a nuestro cuidado, y convive en nosotros un espíritu muy diferente, inmejorablemente expresado por Walt Whitman (2004).

 

My gait is no fault-finder’s or rejecter’s gait

I moisten the roots of all that has grown[5]

 

No tiene nada de malo buscar el rigor en las humanidades o en cualquier otra labor; pero es ridículo buscar un tipo de rigor que no compete a la labor que se critica: como tratado de derecho penal, Crimen y castigo, es atroz; como obra de botánica, Hojas de Hierba deja mucho que desear. Las humanidades tienen su propio rigor inmanente, que no se parece al de las ciencias duras: tratan con ideas relacionadas entre sí, no con datos discretos de los que se pueda predicar verdad, falsedad o certeza de forma separada. Estos ecosistemas de ideas existen dentro de procesos dialécticos, en permanente transformación y diálogo, de modo que las mismas reglas del método van cambiando, y el rigor consiste en profundizar cada vez más en la autocrítica. Mientras que el cálculo de la tecnociencia recorre caminos calcados con antelación, anticipados en modelos matemáticos, el pensamiento de las humanidades transita lo negativo, lo impensado, aquello para lo que no hay rutas preestablecidas (HAN, 2013; 2014): por ello, no hay libro de instrucciones que se pueda asimilar. Y cuando se publican libros que pretenden ser libros de instrucciones, los filósofos no proceden a seguirlos mecánicamente, sino que los critican creativamente (por ejemplo, la obra de Descartes).

Iniciarse en filosofía no es como aprender programación informática, no consiste en maquinizar el entendimiento de una manera determinada. Más bien, hay que convivir un tiempo con los conceptos en su devenir, morar y demorarse en los problemas, gozárselos: la filosofía tiene un largo tiempo de noviciado (SERRES; LATOUR, 1995, p. 27). Las ideas tienen un largo período de gestación (piénsese, p.ej, en la “década silenciosa” de Kant antes de su primera Crítica, WERKMEISTER, 1979, y en los problemas que le hubiera acarreado en la academia de hoy en día), períodos de gestación incompatibles con los tiempos breves de la estructura de emplazamiento, y de las mediciones estandarizadas. Preguntar, nos dice Heidegger, es una relación libre con lo interrogado (2001a, p. 9), un dejarse interpelar por aquello que interrogamos, que no garantiza una respuesta; ni inmediata, ni necesariamente en la forma en que esperamos. Si esperamos ser interpelados por el ser, debemos contar con que éste habla poco, a intervalos largos (HEIDEGGER, 2001b, p. 20).

Hay una tensión esencial en el trabajo filosófico, que consiste en convivir con problemas irresueltos, en ingresarlos en la propia subjetividad en lugar de despacharlos como se despachan rápidamente las veinte preguntas de la prueba de aritmética para poder salir al recreo. Pero a esta tensión (esencial e inevitable) se suma, hoy en día, una segunda: el desajuste entre el estilo de trabajo que exigen, de suyo, las humanidades, y el estilo de trabajo que exige la universidad como institución.

 

2 Universidad

Si nuestros tiempos galileanos, negadores de la vida, se oponen a la cultura, se oponen, por lo mismo, a la Universidad. En esencia, la Universidad es el lugar del cultivo de la vida: no por un tiempo, para preparase para el mercado laboral, sino de forma indefinida (HENRY, 2006, p. 163). Pero en tiempos de barbarie, el cultivo de la vida no significa nada; en el marco de la estructura de emplazamiento, la universidad sólo puede ser una fábrica de profesionales, una parte de la cadena de producción (MARTÍNEZ, 2010).

¿Y el maestro? El maestro transmite contenidos: es un tubo. Es un tubo que, se espera, se pueda reemplazar en poco tiempo por tubos más eficientes: de aquí la insistencia en el uso de nuevos medios, la producción de cartillas, videos instruccionales, programas informáticos de autoaprendizaje; en suma, reificaciones del saber que puedan difundirse muy ampliamente, para recoger las economías de escala, y hacer redundantes a los maestros. En las universidades bárbaras, el maestro no es, en todo caso, alguien que, cultivando su propia vida, ayuda en el cultivo de las vidas de otros; en la estructura de emplazamiento, el maestro no está al servicio de sí mismo como subjetividad, ni sirve a las subjetividades de otros que a su vez se cultivan.

Por el contrario, crece como maleza la falacia de que la pedagogía, independiente de los contenidos enseñados, es un dominio autónomo: que se puede entrenar a “pedagogos” para que transmitan contenidos que ellos mismos no han incorporado en su subjetividad (HENRY, 2006, p. 168); como si el aprendizaje (en todo caso, el aprendizaje en humanidades) no implicara un recorrer los problemas en la propia subjetividad, como si la única forma en que un diálogo de Platón fuera algo más que un montón de palabras anticuadas, no fuera el hecho de que quien lo estudia recorre los mismos caminos que los interlocutores, y siente y explora las mismas regiones del pensamiento; lo que Henry (2006, p. 171) llama la “repetición patética”, la “autoafección” del acto cognitivo, que nos pone en contemporaneidad con Platón. El maestro, más que un mero transmisor de contenidos, es quien acompaña a los estudiantes en estos recorridos; por ello, y necesariamente, su propia subjetividad se ve involucrada.

En bachillerato, recibí clases de Filosofía. Ciertos contenidos básicos de la filosofía me fueron transmitidos: tenía que decir de unos ocho filósofos presocráticos, qué consideraba cada uno que era el arkhé. Así como en Geografía tuve que memorizar una tabla a dos columnas para aprender las capitales de Europa (Irlanda: Dublín; Portugal: Lisboa), de igual forma tuve que aprender qué consideraban primario una lista abstracta de personajes griegos (Tales: agua, Heráclito: fuego). Ambos ejercicios fueron igualmente maquínicos y estériles. El filosofema desnudo, el resultado sin el recorrido, no es más que un pronunciamiento arbitrario (el arkhé bien podrían ser las nubes, como satiriza Aristófanes). Claro está, si se reduce la enseñanza escolar de la filosofía a la transmisión de filosofemas desnudos, se puede prescindir de filósofos que la enseñen: basta un pedagogo genérico, o un video instruccional.

El asunto es que un filósofo no es completamente análogo a un panadero, también tiene algo de karateka. La calidad del trabajo del panadero se mide por el resultado: si el pan es bueno (o por lo menos abundante), bueno es el panadero. En cambio, el karateka emprende un cultivo de sí mismo: la calidad de su trabajo se nota en sus reflejos, su forma física, su ethos. Es quién es, y no lo que produce, lo que hace apto al karateka a enseñarle a otros. Del mismo modo, la excelencia en las humanidades es fruto del cultivo de la propia subjetividad: no es buen maestro quien no está aprendiendo, explorando, cambiando. Ahora bien, para el académico falto de tiempo, siempre es más fácil dar la misma clase cada semestre; y siempre es más fácil producir un artículo académico más sobre el mismo tema esotérico en el que hizo su tesis, en lugar de explorar una nueva avenida del conocimiento (BULA, 2017, p. 176).

Si lo que está ante los estudiantes es el profesor, y no los contenidos del syllabus, entonces debe presentarse ante los estudiantes el profesor completo, con su subjetividad, sus opiniones, su idiosincrasia. La pretensión de una transmisión limpia y neutral del conocimiento (por ejemplo, la exigencia de ceñirse al syllabus), que desconoce maquínicamente el entorno, la historia, los individuos involucrados, sólo se puede cumplir disimulando, reprimiendo, ocultando lo que verdaderamente ocurre en el aula. Lo mismo vale para la universidad: la idea de una universidad neutral, meramente científica, que no se pronuncia ante lo que pasa en su entorno, es una idea bárbara, que ha dejado de entender la universidad como lugar de generación de cultura (HENRY, 2006, p. 174). Yo estuve presente cuando la Sociedad Colombiana de Filosofía, algunos de cuyos miembros tenían listo un pronunciamiento, decidió no pronunciarse públicamente sobre el plebiscito en torno a la paz pactada con las FARC, faltando algunas semanas para la votación.

Para la mirada de la barbarie, la universidad debería ser, más bien, y de forma exclusiva, un lugar de fomento de la técnica y las ciencias duras. La universidad actual es un lugar de antagonismo entre las “dos culturas” (HENRY, 2006, p. 175); una guerra de trincheras en la que la línea de Maginot invade, poco a poco, el campo de las humanidades; como si la tecnociencia quisiera eliminar las humanidades, ser saber único y eliminar otro saber que sea capaz de hacerle crítica (HENRY, 2006, 176). El trabajo mismo en humanidades se ve afectado; por ejemplo en el artificial apelar de los humanistas a las ciencias duras como piedra de toque de seriedad, o en la pertinaz idea de que la única filosofía válida es la filosofía de la ciencia (ya no philosophia ancilla theologia sino ancilla scientia), en tanto se supone que sólo la ciencia es un saber válido (HENRY, 2006, p. 177). En la universidad del presente, las humanidades trabajan bajo un permanente cuestionamiento de su pertinencia, en cuanto son y se definen como humanidades.

 

3 Trabajo

Es en este contexto que se da el trabajo en humanidades. ¿Cómo se trabaja? De afán, como corriendo siempre hacia tierras más altas para escapar de una marea que sube incesante: hay que puntuar, hay que recibir subvenciones, hay que mejorar el prestigio del grupo de investigación. Todo esto es lo que Byung Chul-Han (2013, 2014) llama “positividad”, la absoluta avocación al desempeño y a la auto-exhibición, la confusión entre la autoexplotación y la autorrealización. Como somos valorados en términos cuantitativos, trabajamos en pro de la cantidad: en mayor o menor medida “reciclamos” nuestras ideas, presentamos más o menos el mismo texto en diversos foros. Más al punto, nos movemos en torno al mismo conjunto reducido de ideas que ya hemos aprendido, que nos garantizan publicación en revistas indexadas; la exploración de lo nuevo (por onerosa, por incierta, por poco productiva) se aplaza para después. Para responder a la estructura de emplazamiento, necesitamos plantear proyectos de investigación confiables, que transiten rutas conocidas y nos lleven a puerto fiablemente y dentro de los tiempos proyectados en el formato.

Las innovaciones administrativas (a menudo barrocas y enrevesadas) desconocen las pautas de trabajo en humanidades. Cercado por tecnoentusiastas de los formatos, el trabajo de las humanidades se hace forzado, encasillado en tiempos breves e inclementes, motivado por los resultados. Como señala Wajcman (2017), en tanto recursos humanos, no somos más que esclavos del tiempo. Apelamos a un lenguaje contingente (RODRÍGUEZ, 2020).

Es de este modo que el trabajo en humanidades se vuelve mero trabajo: falta, en términos de Han (2014, p. 37), la seducción del otro, la negatividad erótica propia de la exploración de lo desconocido. El trabajo se hace repetitivo, aditivo, porque a la vuelta de cada esquina nos topamos con nosotros mismos: nuestras presuposiciones teóricas, nuestros referentes bibliográficos, ese libro que citamos en cada artículo. Al trabajo sin negatividad le falta duende.

En Teoría y juego del duende, Federico García Lorca introduce una categoría estética, el duende, que considera especialmente propia del arte español y mexicano: la presencia inatendida, no emplazada, de la muerte; la rotura del artista por parte de lo otro, que se hace tangible en su obra y su obrar, el sonido desgarrado que sólo a veces se escucha en el cante jondo, y que no tiene nada que ver con acertar a la nota: “Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca, porque tú no tienes duende.” (LORCA, 2003, p. 2). ¿Quién es este duende?

[…] no quiero que nadie confunda el duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos […] No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos (LORCA, 2003, p. 2-3).

 

El duende de Lorca, el duende que anima a Paganini y a Cézanne, a Jorge Manrique y a San Juan de la Cruz, es duende también, al parecer, de la filosofía. No en tanto ésta consiste en revisar y sistematizar bibliografía secundaria, sería impensable. No en tanto tiene de zambullirse en discusiones formales y filológicas, ni en la medida en que produce conferencias de las que dice Lorca (2003, p. 2): “Con gana de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación”. No, el duende tiene que aparecer en el momento erótico del método socrático, el momento de la confusión (en el que Eutifrón, Menón, o Alcibíades se confiesan mareados, interpelados), en tanto se convierte en momento de seducción. Y tiene que aparecer en el momento en que lo nuevo se nos aparece en su fulgor, la repentina lucidez, el abrirse de nuevas perspectivas: “La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas. Sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada […]” (LORCA, 2003, p. 5).

A veces, en el salón de clase o en una conversación de pasillo, ocurre la filosofía, se despiertan las mentes, se despliegan las alas, la conversación toma una deriva propia y las ideas fluyen como por cuenta propia, de modo que uno se puede escuchar a uno mismo diciendo cosas que no sabía que pensaba. La experiencia es similar a la del personaje de Malamud que compra un libro de Spinoza en un “agáchese”:

[…] Encontré el volumen en un chamarilero de la ciudad vecina; le pagué un kopek avergonzándome en un principio por derrochar dinero […] Más tarde leí algunas páginas, y después he continuado como si una ráfaga de viento me empujase por la espalda [...] cuando se abordan ideas como éstas, es como si se cabalgara sobre la escoba de una bruja […] (MALAMUD, citado en DELEUZE, 2004, p. 9).

 

La imagen no es nueva, Anselmo de Canterbury y Parménides de Elea describen arrobamientos similares, esa experiencia de ser llevado intempestivamente en el carruaje de la diosa. Cuando aparece el duende en la filosofía, no somos eruditos: el duende no se le aparece a los doctos. Cuando aparece el duende, aquellos a quienes visita tienen la mente del principiante, ese utílisimo concepto del budismo Zen (SUZUKI, 1995). Como aquello a lo que atienden no es “lo ya sabido”, escuchan con atención y entusiasmo; como no hacen el papel de doctos, hablan sin miedo a equivocarse, siguiendo el hilo conductor de su propia inteligencia y curiosidad; como no tienen miedo, a menudo aciertan (como pasa, curiosamente, con tantas personas la primera vez que lanzan un aro, una bola de bolos, o un dardo). Pero las economías del respeto, en el mundo académico, exigen de nosotros que pensemos y nos portemos como doctos.

A veces, pues, se aparece el duende. El trabajo del humanista en esta fase de la historia humana oscila entre el gozo ocasional, intersticial, de la cultura en su sentido auténtico (como briznas de pasto que crecen entre el concreto), y la tensión permanente de trabajar en un tiempo y en marcos institucionales que se oponen a la cultura. Yo trabajo en una fábrica de filosofía. No es, como no lo es ninguna fábrica concreta, un sitio del todo inhumano, del todo mecanizado: se escucha la risa de hombres en sus pasillos. Pero aquello por lo que soy medido, aquello que ocupa el grueso de mi tiempo, es la producción de filosofemas: ponencias, artículos, trabajos de grado.

Es una fábrica que no solo hace uso del cuerpo (AGAMBEN, 2017); adormece al hombre total y lo convierte en un obrero que cuenta uno a uno sus movimientos de manera mecánica (Foucault, 2001); en un entorno falto de reconocimiento que hace patente sus limitaciones, y sus pobres motivaciones (RICOEUR, 2004), su caída en la servidumbre voluntaria (LA BOÉTIE, 2016), y en la precaria incertidumbre de no saber qué nueva exigencia será emitida desde alguna vicerrectoría o ministerio. El pensamiento guiado por la técnica construye un ambiente que repele a las humanidades, las sitúa en un mundo extraño y hostil, que, en nombre de la producción, se esfuerza por eliminar lo humano, lo creativo, lo autónomo.

La situación presenta un dilema: o bien bregar a aceptar plenamente el propio lugar en el mundo como miembro del cognitariado (BERARDI, 2003), e ir cada día a la fábrica como un trabajador, satisfecho con su rancho y su salario; o, alternativamente, bregar por conservar la noción de que la propia vida se dedica al pensamiento. Ahora bien, si quiere hacer un buen trabajo, al académico actual no le está abierta la posibilidad que tienen los operarios en trabajos aún más alienantes, de escindirse completamente de su trabajo, de hacer que su vida de descanso sea su única vida real, de presentarse al trabajo en modo de huida, pensando todo el tiempo en la serie de televisión que están siguiendo, y a la que volverá apenas regrese a casa. Porque en la fábrica de filosofía, por más fábrica que sea, es necesario poner de uno, involucrar la propia subjetividad, para producir filosofemas. El dilema es entre la inautenticidad y la tensión permanente. Pero hay un camino entre Escila y Caribdis: la lucidez.

 

4 Lucidez

“Mientras en silencio daba vueltas en mi interior a estos pensamientos y lanzaba al viento mi llanto […] pude afvertir sobre mi cabeza a una mujer. Su presencia me inspiraba asombro y reverencia.” (BOECIO, 1999, p. 34). Boecio, esperando la muerte en prisión, es visitado por la filosofía: “Tenía ojos de fuego […] Su estatura era difícil de precisar, pues unas veces se reducía hasta adquirir el tamaño medio de los mortales, y, otras, parecía encumbrarse hasta tocar lo más alto del cielo con su frente” (BOECIO, 1999, p. 34). La filosofía está allí para ofrecer consuelo: comienza por disipar la autocompasión de Boecio, recordándole, que no ha sido el único filósofo en ser perseguido, que los mejores bienes no se le pueden arrebatar al hombre, que hay un Dios providencial: en fin, lo que ella misma llama “medicinas suaves” (BOECIO, 1999, p. 52), que apenas pueden acompañar la convalecencia del doliente. A medida que la terapia progresa, vienen remedios más fuertes: discusiones sobre la naturaleza humana, la naturaleza del bien, la providencia, el azar y la libertad humana. Lo que comenzó como una sesión de terapia acaba como una clase de filosofía: y es que la única consolación que puede ofrecer la filosofía es la lucidez.

¿Qué hemos de hacer, en tanto filósofos, ante el embate de la barbarie y la ubicuidad de la estructura de emplazamiento? En tanto filósofos, bregar a entenderlo, bregar a ver el fenómeno con ojos claros. En tanto ciudadanos, cada quien verá qué le corresponde, según sus capacidades de obrar, su situación histórica y su pasión; pero conviene distinguir una cosa de la otra.

Veamos, pues, la estructura de emplazamiento, no como una condición que padecemos sino como un reto filosófico. Tan pronto giramos la mirada hacia la estructura de emplazamiento, nos encontramos con que nuestra visión está extrañamente ocluida. En la medida en que nuestra mirada es, de entrada, la mirada de la técnica, difícilmente notamos que la nuestra es una mirada particular. Las cosas, más bien, se nos aparecen como si así fueran, llanamente.

La estructura de emplazamiento es ciega a sí misma. En efecto, las ciencias no pueden conocer su propia esencia: la física, por ejemplo, sólo ve átomos en movimiento, fuerzas electromagnéticas y campos gravitacionales; no entra en su campo de visión la esencia de la física, la manera particular que ésta tiene de constituir el mundo (HEIDEGGER, 2001a, p. 46-47). He aquí el peligro de la mirada de la técnica, que tiende a hacerse única, a seducirnos al punto de qué creemos que es la única mirada posible (HEIDEGGER, 2001a, p. 25). Alexander Pope escribió estas líneas como epitafio para Newton:

 

Nature, and Nature’s Law lay hid in Night

God said, “Let Newton be!” and all was light[6] (POPE, 1727).

 

No es de extrañar, pues, que unas décadas después, William Blake (1803) escribiera así:

 

May God us keep

From Single visión

and Newton’s sleep[7]

 

La técnica, vale la pena aclararlo, es algo maravilloso y poderoso; de allí proviene el peligro. Guárdenos Dios de deslumbrarnos de tal forma con la técnica, que nos convirtamos en cíclopes. Ahora bien, mientras sea para nosotros milagrosa, mientras se nos aparezca como algo mágico, la esencia de la técnica tendrá poder sobre nosotros; en la medida en que la comprendamos, será para nosotros un elemento más del mundo, sobre el que podemos tomar postura de forma soberana. Por su vocación de lucidez, y por ser de suyo guardiana de las miradas múltiples, es tarea especial de la filosofía pensar la esencia de la técnica, entendiendo que esta es tarea larga, que apenas hemos podido rozar sus contornos (HEIDEGGER, 2002). Hemos de pensar una ética acorde con estos tiempos “[…] las nuevas dimensiones de la acción humana exigen una ética de la previsión y la responsabilidad ajustada a aquéllas, una ética tan nueva como las circunstancias a las que se enfrenta el hombre como objeto de la técnica.” (JONAS, 1995, p. 49).

René Guénon (1997) llama a nuestro tiempo el Reino de la cantidad. Para este autor esotérico, nuestro mundo es uno de progresivo paso de la cualidad a la cantidad: la ciencia moderna abstrae las cualidades de los fenómenos para poderlos homogenizar, que es paso previo a cualquier operación cuantitativa (no se pueden sumar peras y manzanas, pero sí trozos de fruta); el comercio moderno, altamente interdependiente y globalizado, exige productos estandarizados que puedan usarse de forma intercambiable en cualquier punto del gran mecanismo de producción y consumo; la industria moderna, para producir mercancías homogenizadas, exige hombres homogenizados, intercambiables, maquinizados (ARENDT, 2007).

El nuestro es un tiempo enamorado de los números: se puede ver en el peso que tienen las pruebas estandarizadas, las estadísticas, el producto interno bruto. Como los canaanitas que sacrificaban sus hijos a Moloch, sacrificamos la vida concreta, plena de cualidades, a las soberbias abstracciones que tenemos por exactas, científicas y serias. Quemamos la vida concreta y creativa de la academia en sacrificio a los rankings internacionales y la puntuación en Colciencias; quemamos bosques y vidas humanas y no humanas en nombre del crecimiento económico; en Colombia, quemamos vidas humanas concretas, con sus amores y sus frustraciones concretas, con padres y hermanos, con olor corporal; quemamos vidas humanas concretas en nombre de una abstracción: “guerrilleros dados de baja”; llevamos nuestros hijos a la pira de Moloch.

Por ejemplo: quemamos la práctica de la política deliberativa en nombre de la opinión pública, un ídolo que nosotros mismos hemos forjado. En efecto, la “opinión pública” es un ente de razón, producto del alejamiento de las ciencias humanas respecto de la vida concreta, fenoménica, y la necesidad en que se han visto de imitar los métodos de las ciencias duras. La “opinión pública” no existe sino como el resultado de las encuestas de opinión, es un artefacto de una “retícula matemática y estadística” que no existe en ninguna subjetividad particular (HENRY, 2006, p. 111). Sin embargo, la política actual se centra en la opinión pública: en medirla, en moverla en este sentido o este otro. Y esto, porque la opinión pública es medible; pero, por eso mismo, no tiene ninguna dimensión dialógica, narrativa, argumentativa: los “a favor” y “en contra” no piensan, no hablan entre sí, no tienen contexto. Del mismo modo, las naciones se concentran en aumentar su producto interno bruto, y la academia se centra en los “puntos” que otorgan las diferentes agencias de medición; y los puntos y el PIB son tan ciegos y abstractos como la opinión pública.

La disciplina de la economía, por cuanto rige tanto de nuestra vida, es figura del sacrificio de lo concreto en nombre de lo abstracto que es señal de nuestros tiempos: su objeto pretendido es la vida humana, pero a cada paso sustituye lo vivo por abstracciones cuantificables: por ejemplo, la humanísima experiencia del trabajo la sustituye por el “tiempo de trabajo”, para hacer de éste medida del valor (HENRY, 2006, p. 126). La economía es representativa de esa larga revolución, que paso a paso ha hecho de la vida humana una cosa abstracta, una colección de datos, privados de toda trama integradora. Lucidez es recuperar esa trama integradora; y es darse cuenta de cómo la mirada cientificista puede producir una ceguera de segundo orden, una ceguera que no se reconoce como tal (VON FOERSTER, 1996, p. 187).

Las ciencias modernas han comprimido el rango de acción de la razón; para los antiguos, el ejercicio del logos incluía la poesía, la creación de mitos, el comercio con lo numinoso (SERRES; LATOUR, 1995, p. 51). Esta compresión refleja la primacía de un tipo de racionalidad por sobre toda otra: la racionalidad aditiva, analítica, que busca correlaciones entre masas de información. A esta se contrapone la racionalidad narrativa, hermenéutica, que busca un hilo conductor entre los datos, que de otro modo aparecen como desconyuntados (Han, 2014, 39): “El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso.” (BORGES, 1989, p. 481). En el Reino de la Cantidad, la tarea de la filosofía es la de recuperar la lucidez, disipar las brumas, sacarnos del sueño de Newton y Galileo, recuperar el mundo de la vida en su plena concreción, “volver a las cosas mismas” (HUSSERL, 1986, p. 35), recuperar la trama de la vida.

 

Conclusión: el hilo de Ariadna

“El hilo se ha perdido, el laberinto se ha perdido también”. La cita es de un poema de Borges sobre el Minotauro, ese al que, cada cierto período fijo de años los atenienses le sacrificaban siete efebos y siete doncellas, introduciéndolos en su laberinto para ser devorados. ¿Cada cuánto? Algunos dicen que cada tres años, algunos que cada nueve; ¿tal vez tiene que ver con las cambiantes políticas de acreditación institucional? Sea el Minotauro (producto de un comercio ilícito entre lo humano y lo maquínico; creación que se salió del control de sus creadores; que ocupa el centro de una estructura enorme en la que se pierden los hombres), sea el Minotauro figura de la estructura de emplazamiento, representante de la Barbarie. ¿Qué debe hacer Teseo? No es, en este caso, un asunto de matar al Minotauro, basta con comprender el laberinto, con conservar el hilo de Ariadna.

El que no trabaja, que no coma: hay que ganarse la vida. Como empleados, los académicos en el campo de las humanidades están abocados a sobrevivir en un mundo hostil a su quehacer. Criptozoismo: como los cuervos, las ratas y los mapaches, tiene que arreglárselas para seguir viviendo de forma salvaje en un entorno urbanizado; arreglárselas, creativamente, para desarrollar las humanidades al mismo tiempo que conservan su puesto en la universidad, puntúan bien en investigación, etc. Para conservar la propia humanidad en el Reino de la Cantidad, hemos de entender la naturaleza del laberinto, y del Minotauro que recorre sus entrañas: al comprenderlas, nos hacemos soberanos de nuestras desgracias.

 

The condition of the academic in times of technology

Abstract: This paper explores the conditionings upon academics under what Heidegger, in his discussion on the essence of technology, calls das Gestell (the framework). Specially in the humanities, work is dominated by external forces that stress utility and measurable results over the qualitative and that which is immanent to such work. Thus, academics in the field of the humanities must contend with the reification of knowledge in the context of a cultural enterprise that undermines authentic content, through a network of market burocracies that see work in humanities as just another commodity. Academics in the humanities must learn to incorporate these contemporary problems into their subjectivity, in order to gain a clear understanding, and take a stand towards the conditions they face, and the new dimensions of human action that may serve as counterpoise.

 

Keywords: Technology. Heidegger. Henry. The Framework. Humanities

 

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Recebido: 16/01/2020

Aceito: 23/02/2020

 



[1] Este documento es resultado parcial de investigación del proyecto: Quantas: Sobre los procesos de cuantificación y medición en educación superior, apoyado por la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia (VRIT) de la Universidad de La Salle, Bogotá-Colombia.

[2] Docente de planta de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de La Salle, Bogotá – Colombia. Grupo de investigación: Filosofía, Cultura y Globalización, categorizado en B por Colciencias. ORCID: https://orcid.org/ 0000-0002-1296-0610. E-mail: gbulalo@unisalle.edu.co.

[3] Profesional en Filosofía y Letras, Universidad de La Salle, Bogotá – Colombia. Grupos Interdisciplinar de Investigaciones en Política y Relaciones Internacionales, categorizado en A1 por Colciencias y Filosofía, Cultura y Globalización, categorizado en B por Colciencias. Docente Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de La Salle, Bogotá – Colombia. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2460-4864. E-mail: hfrodriguez@unisalle.edu.co.

[4] En los viejos días del arte/Trabajaban los maestros con gran cuidado/Cada pequeña e invisible parte/Pues los dioses están por todos lados (Traducción nuestra).

[5] No camino como quien rechaza o busca fallas/humedezco las raíces de todo lo que crece (Traducción nuestra).

[6] La Naturaleza y sus leyes ocultas estaban en tinieblas/Dio Dios “hágase Newton”, y todo fue luz (Traducción nuestra).

[7] Guárdenos Dios/de la visión única/y el sueño de Newton (Traducción nuestra).