EntrE la cErtEza y la duda: a propósito dE los orígEnEs dEl cogito En la obra dE dEscartEs
RESUMEN: En la mayor parte de las interpretaciones de la obra de Descartes (1596-1650) se destaca la originalidad de su propuesta escéptica, la radicalidad de las dudas que pone en juego, así como la importancia central del primer principio, sobre el que basa su fundamentación de una filosofía y una ciencia nuevas, el cogito, resultado de la refutación de esas mismas dudas hiperbólicas. Nuestra interpretación pasa por destacar a un autor olvidado, Pierre Charron (1541-1603), cuya obra influyó en la formación del pensamiento cartesiano. Este predicador planteó una propuesta de sabiduría escéptica, de corte académico (y, por ello, relacionada con nociones estoicas) que afecto a la formulación de las ideas de Descartes. De este modo, la certidumbre del cogito se originaría en una disputa escéptica.
PALABRAS CLAVE: Academia. Charron. Descartes. Escepticismo. Neo-pirronismo.
Convencionalmente se atribuye a Descartes el proyecto moderno por excelencia de fundar absolutamente el sistema entero del saber, la Nueva Ciencia, que de manera decidida ocupaba ya la palestra a mediados del siglo XVII. Descartes, a su vez, habría atribuido a la metafísica tal papel, entendiendo por fundamentación la transmisión de la certeza de unos primeros principios intuidos con “claridad” y “distinción” hasta los remates del edificio de la ciencia.
La noción de certeza es la clave de este proyecto, dado que el objetivo de la fundamentación racional del saber exige no una mera “certeza moral”,[2] sino una superior, que elimine incluso el mínimo error posible. Adicionalmente, cabe señalar que un rasgo peculiar de este enfoque es su atención no sólo al objeto a fundamentar, la ciencia, sino al sujeto del conocimiento. La fundamentación del edificio del saber pasa por una transformación del hombre ordinario en un sujeto filosófico. La Modernidad del proyecto de Descartes reside especialmente, pues, en esta fundamentación objetiva del saber llevada a cabo al hilo de la formación del sujeto conocedor (MARRADES, 1997, p. 64).
Aquí entra en juego la duda, dado que para cumplir con el requisito de la certeza completa en el ámbito de la ciencia primero hay que examinar metódicamente las creencias básicas depositadas a lo largo de la vida en la conciencia del sujeto conocedor. Y es bien conocido el resultado inicialmente desolador de tal examen: ninguna creencia parece satisfacer las exigencias de certeza absoluta.
Sin embargo, en ese mismo fracaso a que nos aboca la duda hiperbólica, al admitir la posibilidad de que nuestra facultad de conocer esté constituida de un modo irremediablemente defectuoso, se abre la posibilidad del abandono del realismo de sentido común (ARANGO, 1995, p. 55) y la obtención de una primera certeza como base para la fundamentación absoluta de la Nueva Ciencia: “[…] el cogito no se constituye a partir del pensamiento de algo sino a partir de la duda, que hace abstracción de los contenidos como tales, para dejar subsistir sólo el hecho de representarse o de pensar.” (GUEROULT, 2005, t. I, p. 53).
La voluntad de certeza absoluta de ese yo que se constituye como sujeto filosófico explica así la formulación de la duda hiperbólica, que alumbra precisamente un cogito a propósito de cuya existencia no cabría duda alguna. Con ello se empieza a erradicar definitivamente cualquier sombra de error posible y al escepticismo refutado sólo le queda un secundario lugar metódico, como instrumento necesario para lograr la certeza ansiada en la fundamentación de la ciencia nueva.
Tal relato nos muestra al sujeto emergente de la meditación metafísica como un cogito radicalmente innovador, resuelto a dar un nuevo comienzo al pensamiento. El corte neto establecido por ese sujeto y la ciencia que pretende fundamentar con respecto a la tradición recibida se articula precisamente en torno a la novedad de su radical escepticismo (instrumental o metódico, eso sí), y de su noción de subjetividad, reducida a pura auto-certeza y desligada incluso de su propio cuerpo.
Pero esta pretensión de originalidad, este rechazo de la historia, fue cuestionada ya entre los primeros lectores de Descartes, como por ejemplo Hobbes, claramente al menos por lo que respecta al recurso a argumentos escépticos:
Más como ya Platón habló de tal incertidumbre de las cosas sensibles, y lo mismo otros antiguos filósofos antes y después de él, y como la dificultad que hay para discernir la vigilia del sueño no es nada difícil de advertir, hubiera yo preferido que tan excelente autor de nuevas especulaciones se hubiese abstenido de publicar cosas tan viejas. (AT VII, p. 171; DESCARTES, 2005, p. 386).[3]
Es cierto que el propio Descartes admite ser poco original en su formulación de los tropos escépticos [véase la respuesta a Hobbes en (AT VII, p.171-172; DESCARTES, 2005, p. 386)], pero ayuda muy poco al lector a la hora de dar referencias detalladas sobre sus lecturas. Y así, es un lugar común el señalar que en sus textos jamás menciona a Sexto Empírico por su nombre,4 o que sólo habla de Cicerón en un contexto que nada tiene que ver con el del escepticismo académico.[4] Tampoco los escépticos más importantes de la generación inmediatamente anterior a la suya, Montaigne y su discípulo Charron,[5] merecen más que una mención en una carta, nuevamente no relacionada con los argumentos escépticos, y los “libertinos eruditos” de su tiempo apenas si reciben alguna desdeñosa referencia indirecta a sus obras.7
No obstante, Descartes reconoce explícitamente en ciertos pasajes haber leído textos “escépticos y académicos”, esto es, neo-pirrónicos y de la Academia escéptica, aunque con desagrado:
[...] aun teniendo yo noticia hacía tiempo de diversos libros de los escépticos y académicos tocantes a dicha materia (por lo que no sin disgusto recorría un sendero tan trillado) no he podido dispensarme de dedicar a eso una meditación entera. (AT VII, p. 130; DESCARTES, 2005, p. 323-324).
Y, asimismo, manifiesta ante los errados ataques del Padre Bourdin a sus Meditaciones metafísicas, tener buen conocimiento de los escépticos de su tiempo, a los que habría pretendido refutar con el uso de sus propias armas (AT VII, p. 548-549).
En realidad, si el pensador francés es parco a la hora de informar de sus lecturas a propósito de la tradición escéptica, esto puede deberse a la actitud de rechazo que mantiene frente al recurso a la autoridad y la erudición propio de los pensadores escolásticos:
Un hombre discreto no tiene la obligación de haber visto todos los libros, ni de haber aprendido cuidadosamente todo lo que se enseña en las escuelas; habría incluso una especie de defecto en su educación si hubiera empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. (AT X, p. 495; DESCARTES, 1997, p. 89).
Así, su oposición a la corriente filosófica dominante en su tiempo (la de la escolástica posterior a Suárez aprendida durante su formación en La Flèche) explicaría su pretendida ignorancia, o la reticencia a la hora de revelar sus fuentes.
En ese sentido sigue vigente la pregunta acerca de la originalidad de los argumentos escépticos cartesianos y es por ello que diversos especialistas
dio inicio a un importante género filosófico moderno, el del ensayo, sino que fue una suerte de caja de resonancia del escepticismo antiguo, tanto en su versión neo-pirrónica como en la académica.
7 Debemos el término de “libertino erudito” a Rene Pintard (PINTARD, 1943), aunque luego diversos estudiosos lo han ido precisando. El libertinismo erudito fue un movimiento que tuvo cierta resonancia durante la primera mitad del siglo XVII y que se caracterizaba por su uso polémico de los argumentos escépticos, especialmente contra los dogmas religiosos y sistemas políticos imperantes.
contemporáneos han debatido sobre la radicalidad o moderación de su “escepticismo” (esto es, sobre si es radicalmente original, o moderado, siguiendo entonces una tradición bien establecida desde la Antigüedad). Puede hablarse así de al menos dos grandes tendencias, una, la minoritaria, representada por Gail Fine, que defiende el carácter moderado del escepticismo cartesiano [y su estrecha cercanía con el antiguo neo-pirronismo (FINE, 2000)]; otra, más asentada, liderada por Myles F. Burnyeat, que sostiene que el escepticismo del filósofo francés no tiene parangón, por su radicalidad, con lo expuesto por los seguidores de Pirrón (BURNYEAT, 1982).
Así, Fine parte del análisis de un pasaje en el que Descartes responde a Gassendi, comparando el escepticismo exhibido en las Meditaciones con el de los antiguos, tal y como se refleja en un testimonio de la vida de Pirrón de
Diógenes Laercio (2013, IX, 62):[6]
[...] debemos atender a la diferencia que hay entre la conducta en la vida y la indagación de la verdad [...]. De ahí que hayan surgido tantas burlas a propósito de esos escépticos que desdeñaban las cosas de este mundo hasta tal extremo, que sus amigos debían vigilarlos para que no cayesen en los precipicios. Por eso he dicho en algún lugar que un hombre de buen sentido no podía dudar en serio de esas cosas. (AT VII, p. 350-351; DESCARTES, 2005, p. 677-678).
Y también del ya mencionado texto en el que el pensador francés se refiere a los escépticos de su tiempo:
Y, ¿qué les responderá a los escépticos, los cuales van más allá de todos los límites de la duda? [...] Y no me digáis que tal secta se halla extinguida al presente: tiene más vigor que nunca, y la mayoría de quienes piensan tener algún mayor ingenio que los demás, no encontrando nada que los satisfaga en la filosofía al uso, y no viendo ninguna otra que sea mejor, se pasan a la escéptica; y éstos son, sobre todo, los que quieren que se les demuestre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma humana. [...] Pues todos los que hoy son escépticos no dudan, en la práctica, de si tienen cabeza, o de si dos más tres son cinco, y cosas semejantes [...]. (AT VII, p. 548-549; DESCARTES, 2005, p. 960-961).
De acuerdo con la intérprete, y siguiendo la literalidad de los enunciados cartesianos, parecería pues que Descartes sostenía que el escepticismo mantenido durante la primera Meditación era moderado, igual que el de sus coetáneos, comparado con la radical duda de los antiguos neo-pirrónicos.
Así, haciéndose eco de una de las acusaciones más típicas contra el escepticismo antiguo, la de la apraxia o incompatibilidad del escepticismo con la acción,[7] Descartes habría entendido que el dudar antiguo era radical porque ponía todo en cuestión, y en ese sentido era invivible, mientras que los escépticos modernos excluirían de la duda el ámbito práctico, siendo al menos en esto moderados. Sin embargo, concluye Fine su argumento defendiendo que, pese a las aseveraciones de Descartes, ambos escepticismos, el antiguo y el moderno, han sido igualmente moderados y en ese sentido no habrían tantas diferencias ni separación entre ellos. De acuerdo con Fine, quizá Descartes no fue consciente de ello (FINE, 2000, p. 221), pero es claro que así como el pensador francés restringe su escepticismo a la búsqueda de la verdad (en un primer momento, antes de llegar a la certeza teórica), y plantea una moral provisional en el ámbito de la acción, Sexto distinguía entre el problema del criterio de verdad y la necesidad de un criterio de acción (SEXTO EMPÍRICO, 1993, I, p. 21-24).
Frente a esto, de manera destacada Burnyeat pone el acento en las diferencias existentes entre escépticos antiguos y modernos, con Descartes nuevamente como punto de inflexión. Así, destaca este intelectual el hecho de que nunca los escépticos antiguos habrían planteado el problema de la existencia del mundo externo en la forma general, hasta llegar a incluir el propio cuerpo, que conocemos desde Descartes.[8]
Para probarlo Burnyeat revisa cada uno de los niveles de duda expuestos en las Meditaciones Metafísicas, mostrando su relación con las fuentes antiguas, de las que los tomó Descartes. De este modo, y por lo que respecta a la duda relativa a los sentidos (AT VII, 18; DESCARTES, 2005, p. 130), es claro que Descartes pudo encontrar ejemplos diversos en el mundo antiguo (SEXTO EMPÍRICO, 2013, VII, 159; CICERÓN, 1990, II, p. 79-80). Y aunque es posible que los que da de ese tipo referidos al ámbito introspectivo (AT VII, p. 77; DESCARTES, 2005, p. 229) no sean tan usuales, incluso la distinción entre condiciones favorables y desfavorables de la percepción, que permite restarle fuerza a estos argumentos, está presente en las fuentes clásicas (CICERÓN, 1990, II, 19, 53).
Lo mismo puede decirse de las referencias a la locura, bien conocidas por cualquier lector de las Meditaciones Metafísicas (AT VII, p. 18-19; DESCARTES, 2005, p. 131; SEXTO EMPÍRICO, 2013, VII, p. 6163, CICERÓN, 1990, II, p. 88-90), o de la remisión al segundo nivel de duda, relacionado con la posibilidad del sueño, puntual o permanente, que pondría en cuestión la validez cognoscitiva de nuestras creencias (AT VII, 19; DESCARTES, 2005, p. 131-132, presente en el ya mencionado pasaje del Teeteto de Platón, pero también en SEXTO EMPÍRICO, 1993, I, 104 o en el recién citado CICERÓN, 1990, II, p. 88-90).
Por último, cabe reseñar que el tercer nivel de duda, que pone en juego la existencia de un Dios omnipotente capaz de engañar al sujeto conocedor en todo (AT VII, p. 21; DESCARTES, 2005, p. 134-135), incluyendo lo que en el segundo nivel de duda se proponía como la sede de las más transparentes verdades, a saber, las matemáticas, tiene también su paralelo entre los argumentos escépticos de los académicos (CICERÓN, 1990, II, p. 47).
Y, asimismo, las estructuras argumentativas estándar de los tropos escépticos de la Antigüedad guardarían semejanzas con el tipo de argumento que despliega Descartes en el momento escéptico. Así, en relación con los argumentos académicos, formulados en un contexto de debate con el estoicismo, se plantea que, en el caso de una experiencia perceptiva verídica cualquiera, sería posible imaginar que existe una contrapartida indistinguible fenoménicamente, pero falsa, y dado que no debe asentirse a ninguna creencia que pueda ser errónea la única conclusión posible sería la suspensión del juicio.[9]
Por lo que respecta a Descartes, sus argumentos escépticos se dirigen a la evaluación de nuestras fuentes de conocimiento, los sentidos o la razón, y en su caso puede hablarse de dos niveles de aplicación de la duda. Por un lado, un esquema de razonamiento de acuerdo con el cual se plantea el siguiente interrogante natural: “Si alguna vez los sentidos, o la razón, nos han engañado, ¿por qué no van a hacerlo siempre?” Por otro, una duda excesiva, que va más allá de los errores detectados en ámbitos particulares de nuestro saber, y se extiende al dominio entero del conocimiento, sobre la base del interrogante mencionado.
Sin embargo, lo que destaca Burnyeat, entre otros, es que, pese a todas estas similitudes y filiaciones, los argumentos escépticos antiguos no pasan nunca del plano particular a una generalización absoluta como la que supone el problema acerca de la existencia del mundo externo que emerge del último nivel de la duda cartesiana. Y es que, aunque parece que el argumento escéptico académico que apela a la dificultad a la hora de distinguir entre percepciones verdaderas y falsas podría pasar de ser un cuestionamiento local a formularse como una crítica global, que en lugar de afectar a cualquier creencia perceptiva individual las alcanzase a todas, de hecho este paso nunca se dio en el mundo antiguo.
Es por eso que Burnyeat concluye, frente a Fine y otros, que el escepticismo moderno, de Descartes en adelante, sería mucho más radical que el antiguo y que la explicación de la globalidad de la duda escéptica cartesiana en su formulación hiperbólica habría que buscarla en el desinterés por la dimensión práctica, en el carácter metodológico, de la misma, en contraste con la orientación a la praxis del escepticismo clásico (BURNYEAT, 1982, p. 25). Y es que, igual que en la restante filosofía helenística, el objetivo del hombre escéptico fue la búsqueda de la felicidad y por ello no podía cuestionar de un modo completamente general su capacidad de actuar en el mundo.
Sea como fuere, aun dejando en suspenso esta discutible aseveración de Burnyeat, a la luz de lo expuesto por Fine, cabe incidir en dos elementos adicionales que la complementan: en primer lugar, la idea de que existe un supuesto realista que subyace al pensamiento antiguo, incluido el escepticismo, que impidió que pudiera plantearse el problema del mundo externo, reduciendo la duda al modo en que se relacionan las apariencias con las cosas en sí mismas. Y, en segundo lugar, la ausencia de una noción fuerte de subjetividad, como la del cogito cartesiano, que pone el cuerpo del lado del mundo externo y traza una frontera entre el yo, entendido como mente o alma, y el resto como mera res extensa de un modo que resultaba inconcebible para los antiguos escépticos.
Y si bien es cierto que, por lo que respecta a la segunda tesis existen precedentes pre-cartesianos, admitidos por el propio Burnyeat,[10] este mismo destaca la centralidad que tiene la noción del cogito en Descartes, frente a las referencias incidentales que puedan haberse dado en autores previos. Más aún, aunque pueden encontrarse indicios de una distinción entre lo externo al hombre y aquello que le pertenece propiamente en los mismos textos de Sexto Empírico (SEXTO EMPÍRICO, 2013, VII, 167; SEXTO EMPÍRICO, 1993, I, p. 102, 124-127), la diferencia sería obvia. Y es que, no es lo mismo entender al ser humano entero como sujeto de conocimiento que dejarle tal papel a un alma desencarnada, con las posibilidades de radicalización para la duda que ello implica.
Así pues, frente a lo que dice Fine, y pese a que la preocupación práctica pudiera estar presente tanto en el escepticismo antiguo como en el moderno, la radicalidad del cartesiano se sostendría en las diferencias mencionadas. Y cabe decir que es precisamente la fuerza de un cuestionamiento general como el que implican los argumentos que sostienen la duda hiperbólica los que darían pie al internismo epistémico moderno. Esto es, que el cogito separado del mundo externo, incluyendo su mismo cuerpo, como efecto de la ausencia de un supuesto realista, tendría desde esta perspectiva un acceso epistémico restringido a sus propios estados mentales, los únicos que conocería de manera directa e indubitable. Duda radical y certidumbre subjetiva se darían la mano en Descartes como nunca lo habían hecho antes.
Sin embargo, es claro que la propuesta cartesiana no nace en el vacío, antes bien tal concepción de un sujeto desvinculado de cualquier contexto, incluso de su propio cuerpo, es el punto de partida de una estrategia que busca fundar la Nueva Ciencia sobre bases absolutamente seguras. Y esa fundamentación pasaba, para Descartes, por la radicalización y refutación del escepticismo. Pero, ¿pretendía refutar a los neo-pirrónicos o académicos de tiempos pretéritos? No parece que responder afirmativamente a tal pregunta encaje bien con el origen del interés cartesiano por este movimiento. En su lugar, para entender adecuadamente la novedad u originalidad supuesta de la duda cartesiana, y del correlativo cogito, nuestra propuesta pasa por atender a los escépticos de su época, esos “ateos” que constituían la verdadera amenaza tanto para la filosofía y la ciencia emergentes como para los sistemas políticos y religiosos vigentes en la época de Descartes.
charron, ¿Estoico o Escéptico?
Pierre Charron nació en Paris en 1541, realizó estudios de leyes y luego de Teología en diversas ciudades de Francia. Obtuvo distintos cargos eclesiásticos y llegó a ser un predicador de renombre. Desde 1581 trabó amistad con Montaigne, quien le nombraría su heredero y le permitiría llevar sus armas tras su deceso, y publicó tres obras: Les trois vérités (1594) y Discours chrétiens (1600), que eran de corte teológico y apologético, así como De la sagesse, entre 1601 y 1604. A esta última debió su fama, aunque fue considerada una obra irreligiosa y atea, razón por la cual tras su publicación en 1601 preparó una segunda con múltiples correcciones y expresiones atenuantes, pero la muerte le sorprendió en 1603 antes de que pudiese ver publicada esta versión definitiva (ADAM, 1992, p. 467).
Hoy en día Charron es un autor prácticamente desconocido para el gran público, sin embargo entre 1604 y 1672 De la sagesse llegaría a reimprimirse cuarenta y cuatro veces, y se tradujo prontamente al inglés (donde se reimprimió doce veces en el mismo lapso de tiempo), así como al alemán y al italiano (DESSAN, 2009, p. 5-6). Su obra fue más leída que Los ensayos de Montaigne durante las primeras décadas del siglo XVII, aunque las acusaciones de escasa originalidad se formulaban ya con fuerza. Ciertamente hoy se ha impuesto la idea de que Charron tan sólo ordenó con propósitos pedagógicos las ideas contenidas en los textos de su amigo Montaigne sin quizá entenderlo plenamente [véase la influyente opinión de Villey (1935, p. 112ss) e incluso el juicio negativo que encontramos en estudiosos recientes como Giocanti (2001, p. 21)], pero ésta no era la percepción que imperaba en la época en la que Descartes se formó.
Diversos autores han estudiado la influencia de la última obra de Charron entre los llamados “libertinos eruditos”,[11] cuyo florecimiento tuvo lugar entre los años 1620 y 1630. Pensadores como Naudé, Sorbière o La Mothe Le Vayer consideraban al autor de De la sagesse como un héroe del librepensamiento y lo mismo entendieron sus enemigos, como el jesuita Garasse o el amigo de Descartes, el padre Mersenne.
Y ciertamente en la obra de Charron es posible encontrar ideas que luego desarrollaron estos “peligrosos” intelectuales (por sus más o menos veladas críticas políticas y religiosas). Así, tanto en sus objeciones a la superstición, como en la distinción entre los “espíritus fuertes”, que viven cómodamente en la incertidumbre, dejándose llevar por la investigación filosófica, y los “espíritus débiles”, que prefieren seguir la tradición y las opiniones recibidas, seguían las ideas del canónigo de Condom (CHARRON, 1986, I, p. 43, 291293; II, 2, p. 391-392). E igualmente admiraban su separación entre foro interno y externo, entendiéndola como una defensa de la libertad de juicio irrestricta en el plano privado, y la aceptación meramente ceremonial de las leyes y costumbres (religión incluida) en el plano social (CHARRON, 1986, II, 2, p. 387, 391-394, 410).
Sin embargo, lo que más nos interesa en nuestro caso es el hecho de que, a diferencia de Montaigne, cuya lectura ha de inferirse de las semejanzas observables entre algunos textos de Descartes y la obra del perigordino [como se ha venido señalando al menos de Gilson en adelante (GILSON, 1925, p. 173, 179, 234)], en el caso de Charron, tenemos clara noticia de que en 1619 Descartes recibió como un regalo De la sagesse, y los pasajes de sus textos en los que cabe encontrar paralelismos tienen un sostén histórico y no sólo textual (RODIS-LEWIS, 1996, p. 66).
Así pues, cuando Descartes alude, en el pasaje de respuesta a las objeciones del padre Bourdin, a los escépticos ateos, parece claro que ha de apuntar al movimiento coetáneo de los libertinos eruditos. Estos, caracterizados por una crítica común hacia la escolástica, compartida por Descartes, se enfrentaron también de manera radical, aunque en muchos casos prudentemente velada, con los dogmas religiosos, políticos y filosóficos avalados por ésta.
En ese sentido, y aunque Montaigne puede haber sido una referencia importante para Descartes por lo que respecta a las actitudes escépticas [donde se alcanza la “[…] altura suprema de la naturaleza humana”, (MONTAIGNE, 1962, II, 12, 481; MONTAIGNE, 2007, II, 12, 736)], es claro que su objetivo ha de ser otro, dada la actitud cercana a la religión del escritor bordelés. Así, Charron o La Mothe Le Vayer se aproximarían mucho más al retrato de la amenaza escéptica esbozado por el autor de las Meditaciones.
Y, frente a otras opciones interpretativas como la de Paganini (2008, p. 248), que considera que el único escéptico que encaja en el prototipo cartesiano sería La Mothe Le Vayer, puede destacarse a Charron en la medida en que, como dijimos el autor fue considerado como el padre del movimiento libertino por sus propios integrantes. Más aún, de éste procedía gran parte del vocabulario de los miembros de tal corriente y la idea de un escepticismo entendido como refugio y espacio placentero donde mantenerse a resguardo (frente a la duda y perplejidad que supuestamente aguarda al escéptico de acuerdo con los dogmáticos o con algunos escépticos, como el propio Montaigne).
Pero la figura de Charron no es, pese a las simplificadoras lecturas actuales, sencilla, ni carece de problemas. De hecho, uno de los debates actuales más interesantes en torno a su figura surge de las diversas interpretaciones de su obra, con especial referencia a De la sagesse. De Charron se ha dicho que es un representante destacado del estoicismo, en un momento en que este movimiento resurgía con fuerza (HOROWITZ, 1971, p. 501ss; SABRIÉ, 1913), pero también que defendió el pirronismo con claridad (POPKIN, 1954, p. 831), que fue un valedor del escepticismo académico (MAIA NETO, 2014), un escéptico disfrazado de estoico (MAIA NETO, 1995, p. 19-22; TARANTO, 1987, p. 9ss) o bien un autor ni escéptico, ni dogmático (DE NEGRONI, 1986, p. 5ss).
Sin pretender la resolución de un problema interpretativo tan complejo en unas pocas líneas, a nuestro juicio, y en relación con los objetivos de este texto, debemos destacar, por un lado, las referencias a ideas nodales del estoicismo presentes en De la sagesse, así como el carácter apologético de sus otros libros. Mientras que, por otro lado, cabe reseñar la abundancia de referencias textuales y la evidente centralidad conceptual del escepticismo académico en su última obra. Así pues, sin rechazar completamente el influjo del neo-pirronismo [ya que autores que supuestamente siguieron y difundieron esta corriente, como Montaigne, tampoco son ajenos a las ideas del escepticismo académico (MONTAIGNE, 1962, II, 12, p. 483-484)], parece claro que, pese a Popkin, dos corrientes, estoicismo y escepticismo académico, serían las más relevantes.
Es cierto, pues, que en Charron podemos encontrar una clara valoración de la razón, o una afirmación explicita de la naturaleza como principio, así como un reencuentro con la divinidad, entendida a su vez como principio metafísico (ADAM, 1992, p. 470). Pero no lo es menos que el conocimiento humano sin la ayuda divina presenta determinadas limitaciones, que hay ámbitos en donde sería fútil o donde no alcanzaría, frente a la sabiduría divina (CHARRON, 1986, p. 27-33), la altura necesaria. La verdad sólo “[…] se aloja en el seno de Dios” (CHARRON, 1986, I, 14, p. 138), por eso no cabe someterse a otra autoridad que a la suya:
¿Quién tiene derecho a dirigir y dar leyes al mundo, someter los espíritus y dar principios que no puedan examinarse ulteriormente, ni negarse ni ponerse en duda, más que Dios, el único espíritu soberano y principio verdadero del mundo, que ha de creerse únicamente por lo que dice? Cualquier otro está sujeto a examen y oposición, y es debilidad sometérsele. (CHARRON, 1986, II, 2, p. 403).
Pero todas estas nociones de corte estoico, e incluso la central de la sabiduría, ligada en primera instancia al ideal del sabio propio del estoicismo (CICERÓN, 1990, II, p. 145), convivirían con las ideas escépticas de la Academia platónica, tal y como Cicerón las había transmitido. La misma noción de sabiduría en la obra de Charron puede entenderse no sólo como un ideal estoico, sino también como el desarrollo de tal concepto desde la óptica escéptica, adaptado a su tiempo (CICERÓN, 1990, II, p. 67-68). Su fundamento así no sería un asentimiento restringido a verdades irrefutables, para evitar incurrir en la defensa de opiniones, sino que se encontraría en el examen racional imparcial, que sólo puede llevar a cabo quien suspende el juicio:
Esta epoché se apoya en primer lugar en esos enunciados tan celebrados entre los sabios de que no hay nada seguro, [...] que todo es disputable por igual, que no nos dedicamos sino a [...] tantear en torno a las apariencias, scimus nihil, opinamur verisimilia (nada sabemos, opinamos lo verosímil). (CHARRON, 1986, II, 2, p. 399-400).
En ese sentido, y aunque sólo una lectura parcial puede excluir la presencia de una corriente estoica fuerte en la obra del canónigo, es explicita también su cercanía a la Academia escéptica:
¿De dónde vienen los problemas, las sectas, las herejías, las sediciones, sino de los orgullosos, de los asertivos y obstinados, de los temerarios, y no de los académicos, modestos, indiferentes, neutros, de los que suspenden el juicio, es decir, de los sabios? (CHARRON, 1986, II, 2, p. 404).
Y así pueden entenderse las dos disposiciones que, de acuerdo con Charron, conducen a la sabiduría, a saber: la liberación de las opiniones recibidas, de los prejuicios acumulados (CHARRON, 1986, II, 1) y el logro de la universalidad y libertad que otorga la epoché (CHARRON, 1986, II, 2). En suma, aunque el punto de vista académico, y originalmente estoico, sobre la sabiduría era bien conocido al menos del Renacimiento en adelante, gracias a la difusión renovada de la obra de Cicerón dedicada a la escuela escéptica, lo cierto es que en torno a la idea clave de la integridad intelectual (que puede verse formulada originalmente en CICERÓN, 1990, II, p. 77) Charron desarrolló una noción de sabiduría innovadora:
Una suspensión e indiferencia de juicio mediante la que el ser humano lo valora todo como se dice, fríamente y sin pasión, y así ni se opone, ni se vincula u obliga, a cosa alguna, sino que se mantiene libre, universal y abierto a todo, siempre dispuesto a recibir la verdad, si se presenta, adhiriéndose mientras tanto a lo mejor y a lo que le parece más verosímil [...]. Ésta es la modestia académica tan necesaria para el sabio [...], Esta modestia y la contenida suspensión del juicio vienen de lo antecedente, que es juzgar todo: ya que al examinar universalmente todas las cosas se encontrará por todas partes la apariencia que detiene e impide precipitar el juicio. (CHARRON, 1986, p. 838-839).
Situada entre el escepticismo y el estoicismo, ligada al conocimiento de uno mismo y a la búsqueda de un refugio seguro en un mundo tan inestable como el que debieron padecer los intelectuales en la Modernidad temprana, tal sabiduría se mostraba plenamente desarrollada y atractiva, como una propuesta o una amenaza, para sus lectores más cercanos.
Así pues, en la obra de Charron, quizá en ocasiones con ciertas dificultades de consistencia, ambas corrientes parecen tener un rol relevante. La noción de sabiduría como lo opuesto a la opinión y la articulación del sujeto en torno a tal ideal serían precisamente dos de las claves de una disputa entre escépticos y estoicos prolongada en la obra del teólogo francés y que tuvieron, a nuestro juicio, efectos y consecuencias muy importantes en la configuración tanto del escepticismo como del principio capital del cogito en Descartes.
Aunque últimamente han imperado las lecturas escépticas de Charron, durante mucho tiempo éste fue considerado un eximio representante del neo-estoicismo vigente en los inicios de la Modernidad. Y es que, pese a que sus seguidores, los libertinos eruditos, lo veneraron como un representante de un librepensamiento cercano al ateísmo, éste sería sólo uno de los rostros de su doctrina, siendo igualmente innegable la sustancia religiosa de su obra (STROWSKI, 1907, p. 185).
Así pues, no resulta extraño ver que en De la sagesse por debajo de las virtudes aprendidas se suponga la existencia de una guía moral innata: “[...] en el hombre por él mismo, es decir, por la fuerza interna que Dios ha puesto allí [...]” (CHARRON, 1986, II, 3, p. 421). Esta guía no sucumbe a los ataques del escepticismo, antes bien, lo que hace el examen escéptico de los prejuicios y opiniones recibidas es limpiar el terreno para que esa voz de la naturaleza se deje oír. En ese sentido cabe decir que el sabio es aquel que, purificado por el escepticismo, vuelve a tener una comunicación directa con la physis.
Este poder orientador, esta fuerza que va más allá de la epoché y que, por tanto, no puede vincularse directamente con el escepticismo en ninguna de sus vertientes, tendría su antecedente del lado del estoicismo. Sería tal guía el equivalente del logos o recta razón estoica que todo lo traspasa (DIÓGENES LAERCIO, 2013, VII, p. 88).
Y tal presencia del estoicismo en De la sagesse podría verse reflejada ampliamente en algunos aspectos de la obra cartesiana, como sucede, por ejemplo, con ciertas máximas de su moral provisional, de indudable sabor estoico y que tienen una evidente proximidad en su formulación con los textos del canónigo de Condom. Así sucede con la tercera máxima cartesiana, que indica que lo que debemos reformar es nuestro juicio y no lo que cae fuera de él (AT VI, p. 25; DESCARTES, 1994, p. 35-36, cuyo paralelo con el teólogo puede encontrarse en Charron (1986, II, 8, p. 500).
Pero más aún en el caso de la segunda máxima de la moral provisional de Descartes: “[…] ser lo más firme y lo más decidido que pudiera en mis acciones” (AT VI, p. 24; DESCARTES, 1994, p. 34-35), que articula su noción de virtud, tal y como se la presenta en su correspondencia a Isabel de Bohemia (el 4 de Agosto de 1645): “Es la segunda que debe hallarse continua y firmemente resuelto a llevar a cabo todo cuanto le aconseje la razón.” (AT IV, p. 265; DESCARTES, 1999, p. 82). Y es que tal máxima tiene claros paralelismos con la noción de virtud propia de Charron, la “preud’homie”, a saber, “[…] una recta y firme disposición de la voluntad a seguir el consejo de la razón.” (CHARRON, 1986, II, 3, p. 429). Concepción ésta del actuar virtuoso que, a su vez, mantiene conexiones con la noción estoica que plantea, por ejemplo, un Du Vair en el seno del mencionado auge del neo-estoicismo.
Sin embargo, lo verdaderamente interesante de tales perspectivas en Charron, y su posible influencia en la obra de Descartes, reside precisamente en el papel que podrían jugar dichas nociones en la configuración del cogito. Como sabemos, en Descartes se da un dualismo entre alma y cuerpo, entre res cogitans y res extensa, que podría llevar a plantearnos las similitudes existentes entre esta tesis y las propuestas por Platón o, más próximamente, las de alguien como Agustín de Hipona.
Pero la idea de cogito, la división alma-cuerpo en Descartes, su concepción del individuo, es radicalmente distinta de la que plantea la tradición platónica. Como Kahn (1996, p. 253) ha sintetizado con precisión:
Para Platón y Aristóteles, el yo del verdadero yo mismo era el nous, el principio de la razón expresado en el conocimiento teórico. Este viraje es decisivo para la evolución de la idea de persona y de mismidad, dado que la razón teórica es esencialmente impersonal, y que la identificación platónico-aristotélica de la persona con su intelecto no ofrece ninguna base para una metafísica del yo mismo en sentido individual.
Así pues, el alma racional platónica sería esencialmente impersonal y la realización de su verdadera naturaleza se daría en el momento en que se vuelve hacia el plano suprasensible, de entidades eternas e inmutables, que ordena el mundo convirtiéndolo en un cosmos.
Por su parte, Descartes entendería que el mundo material incluye el cuerpo y que para poder llegar a ver la verdadera distinción sería necesario desvincularse de la habitual perspectiva ligada a lo corpóreo. El alma cartesiana, pues, no se libera obviando la experiencia, sino objetivando la experiencia encarnada, viendo el mundo, incluyendo nuestros cuerpos, desde una perspectiva mecanicista, y considerándonos a nosotros mismos, a nuestras almas, como entidades desvinculadas (TAYLOR, 1996, p. 161-162).
Esta idea tendría sus ecos, como diversos autores han hecho notar en las últimas décadas (por ejemplo, Long (2006), Sorabji (2007) o el mencionado Kahn (1996)), en ideas estoicas de máxima relevancia, especialmente las ofrecidas en las disertaciones públicas de Epicteto, recogidas por su discípulo Arriano a principios del siglo II d. C. y que eran de lectura muy habitual durante la Modernidad temprana. Será especialmente una noción, la de proairesis,[12] que este estoico romano identifica con aquello que le es más propio a cada individuo, lo que constituiría en gran medida su identidad personal y singular (EPICTETO, 1993, 1.1.23, y también 1.25.1).
Así pues, en el estoicismo podría encontrarse un antecedente de la concepción densa del yo que podemos ubicar en la Modernidad de Descartes en adelante y las lecturas estoicas del autor francés, como la de De la sagesse de Charron, bien podrían haber contribuido a su articulación temprana. Sin embargo, aunque es posible encontrar referencias al estoicismo en Descartes, por ejemplo por lo que respecta a su visión moral, tal y como queda evidenciado en su correspondencia con la princesa Isabel de Bohemia (AT IV, p. 264; DESCARTES, 1999, p. 81, donde éste distingue entre las cosas que dependen de nosotros y las que no, en una línea muy cercana al estoicismo de Epicteto), existen diferencias significativas.
Por eso, pese a que, como se observa también en la correspondencia con la reina Cristina de Suecia (AT V, p. 85), Descartes llega a proponer una doctrina muy similar externamente a la del mismo Epicteto, entendiendo que nuestra única preocupación debería ser el estado de nuestra proairesis (EPICTETO, 1993, 2.22.29), para el autor francés la hegemonía que ejerza nuestra razón en este sentido se aleja radicalmente de la noción estoica. Frente a la idea de adecuación a un orden cósmico bueno, propia de la concepción del estoicismo, el dominio racional en Descartes se define por la dirección interna del hacer humano, como un control que permite objetivar el cuerpo, el mundo y las pasiones.
Sea como fuere, es posible ver en la tradición estoica, reinterpretada por Charron y asumida en cierta medida por Descartes, determinadas tendencias propias de la concepción del cogito de este último. Sin duda, la ansiedad por alcanzar certezas absolutas puede rastrearse en la corriente estoica y su propuesta de criterio de verdad, igual que la tendencia a la interioridad como vía más adecuada para alcanzar esa seguridad buscada.
De este modo, puede seguirse hasta la corriente estoica esa noción de sabiduría, que en Epicteto va ligada a una distinción entre interno-externo, es decir, a una oposición entre lo que le pertenece a uno y lo que le es ajeno. Pero esto todavía se ve mejor reflejado en la central concepción de Charron, vinculada asimismo a la duplicidad entre la interioridad autónoma y segura del sabio, y su conducta externa, acorde con las normas de este mundo frágil y contingente (CHARRON, 1986, II, 2, p. 387, 391-394, 410). En estas distinciones se encontraría el sustrato de la distinción cartesiana entre dos realidades o sustancias.
Y lo mismo cabe decir de la principal recomendación del estoicismo, presente en Epicteto, la de limitar el yo o restringir la aceptación de lo que cada uno es a su mínima expresión (SORABJI, 2006, p. 181ss), para así evitar la infelicidad. Los seres humanos se encuentran atados a instancias diversas de su proairesis, el origen de tal esclavitud, de la dependencia respecto de cosas indiferentes como el cuerpo y sus pasiones, es que se confunde lo que nos constituye propiamente con lo que no somos. Por ello, la principal preocupación del sabio es el cuidado de sí, esa atención restrictiva que reduce a mera interioridad al sujeto, logrando así alcanzar la quietud y la seguridad necesarias para ser feliz. Idéntico ideal, por cierto, que aquel que guía la búsqueda de la sabiduría en Charron.
Y, a su vez, tal proyecto estoico de control de la proairesis sería alcanzable para el ser humano porque no experimentamos hechos, sino representaciones de los mismos. Representaciones que pueden caer bajo nuestro dominio, dado que podemos aceptarlas o no en un plano cognitivo. Pero esta concepción nuevamente tiene eco en la noción internista moderna de la conciencia, del cogito, ya que en ella opera un principio muy semejante, a saber, el de que sólo tenemos contacto con acontecimientos externos a través de mediadores internos.
En suma, tanto la certeza moral que dimana del control de las representaciones de lo que nos acontece, como la certeza epistémica derivada del dominio de los mediadores internos, parecen obedecer a una misma necesidad: la de la certeza por vía de la interiorización de aquello que pretendemos controlar (NAVARRO, 2009, p. 259). Pero esta búsqueda de la certeza, esta tarea del conocimiento reservada al cogito, que es además su primer principio indudable, ejercida en soledad, al abrigo de la posibilidad de error, tiene una formulación intermedia en el sabio charroniano. Éste evita la opinión y reserva el asentimiento para no aceptar lo meramente opinable, considerándolo como si fuese erróneo, y se exilia así en una interioridad cercana al refugio interno de los estoicos, que de este modo se preservaban de los altibajos de la fortuna.
Pero la lectura estoica de la obra de Charron no es la única posible y, como vimos, escepticismo académico y estoicismo, que se relacionaron de un modo polémico durante sus elaboraciones antiguas, encuentran quizá en el teólogo francés un espacio de difícil convivencia. Por eso, y teniendo en cuenta la importancia de la dimensión subjetiva en los argumentos del academicismo escéptico cabe preguntarse si el cogito cartesiano guarda también alguna relación con esta corriente.
El caso es que el escepticismo puede tener algo que decir, pero no sólo el académico, dado que si atendemos a cuales son los argumentos o tropos que más usualmente emplea Charron en De la sagesse estos resultan ser dos típicos en Sexto Empírico: la diafonía o desacuerdo, el quinto modo de Agripa (SEXTO EMPÍRICO, 1993, I, p. 165), y el décimo tropo de Enesidemo, que señala las divergencias en las formas de pensar, costumbres, leyes, creencias míticas y opiniones dogmáticas (SEXTO EMPÍRICO, 1993, I, p. 145-163; CHARRON, 1986, II, 2, p. 400).
Sin embargo, esto no puede resultar tan sorprendente, si tenemos en cuenta que tales tropos eran los más usados por Montaigne (1962, II, 12, p. 481-482). Lo llamativo es que el diagnóstico que da Descartes de la filosofía de su tiempo (AT VI, 8; DESCARTES, 1994, p. 11-12) coincide con el dado por Charron y por Montaigne, esto es, que recurre al tropo de la diafonía para expresarse. Pero, pese a que el autor bordelés y el teólogo podrían tener, junto con Descartes, muchas cosas en común que explicarían esa preferencia por tales modos (de la variedad de opiniones y valoraciones fruto de los avances del conocimiento o de la ampliación del marco de experiencias que supuso, entre otras cosas, el encuentro con el Nuevo Mundo, a la ruptura con el criterio de autoridad propiciado por las crisis internas a la Iglesia cristiana), lo interesante son más las cosas que les separan que las que los unen.
Y así, de la diafonía y otros recursos argumentativos pirrónicos, o académicos, emerge un Montaigne desasosegado. Si el autor de Los ensayos empezó su obra buscando un espacio interior en el que encontrarse a salvo de las contingencias y revoluciones de la vida pública, lo que encontró allí, gracias al escepticismo, fue una soledad impredecible y caótica. En lugar de una base para asentarse, un refugio desde el que empezar a construir el yo, seria este espacio la fuente de todas sus incertidumbres.
La duda en Montaigne le lleva a tener que reconocer la imposibilidad de alcanzar los ideales estoicos de racionalidad y autosuficiencia, y el suyo es, por eso mismo quizá, un escepticismo sin tranquilidad. En la obra del perigordino encontramos una skepsis entendida en términos de perturbación, un pirronismo que duda hasta de su propia duda y que no permite encontrar un punto de equilibrio desde el que elaborar una sabiduría en términos positivos.
Por el contrario, en Charron la diafonía está ligada a la epoché académica en un sentido bien concreto. La idea central, ya mencionada en Cicerón, es la de que dado el estado de perpetua discusión que se presenta en todo ámbito de conocimiento humano, la vinculación temprana con doctrinas, filosóficas o vulgares, ha de verse como un compromiso que impide el pleno uso de la razón. Lo más relevante es, pues, la integridad intelectual que lleva a examinar objetiva y desapasionadamente los méritos de toda doctrina.[13] Para no comprometer esa integridad, pues, se debe reservar el asentimiento y darlo sólo a aquello que resulte garantizado por la razón.
Pero entonces, frente a la inestabilidad general que se desprende de la imagen escéptica pirrónica difundida por Montaigne: “Y con tal duda extrema, que se zarandea a sí misma, se apartan y dividen de numerosas opiniones, también de aquellas que han defendido de muchas maneras la duda y la ignorancia” (MONTAIGNE, 1962, II, 12, p. 483; MONTAIGNE, 2007, II, 12, p. 739), en la epoché Charron encontraría el puerto seguro, al resguardo de la movilidad e inestabilidad general del mundo: “Pero para los sabios, modestos, que suspenden el juicio es, al contrario, la base más segura, el estado más feliz para el espíritu, que por este medio se mantiene firme, recto, sereno, inflexible, siempre libre y centrado.” (CHARRON, 1986, II, 2. p. 404). Frente al cambiante y precario mundo exterior, la integridad intelectual, de raigambre académica, sería una base sólida, sobre la que edificar la sabiduría como ideal alcanzable para el escéptico charroniano.
Pero esta modificación, esta preeminencia dada a la interpretación académica del escepticismo en la obra del teólogo francés tendría sus consecuencias también en la obra de Descartes. En ese sentido resultan muy reveladoras las formulaciones tempranas del cogito en la obra cartesiana. De este modo, si uno atiende a algunos pasajes de la obra inacabada Investigación de la verdad por la luz natural descubre cómo en ella no es el pensamiento, sino la duda universal la que conduce de inmediato al personaje que luego será el del meditador, Poliandros, a la certidumbre de sí mismo:
Eudoxio: [...] Pues, a partir de esta duda universal, como si fuera un punto fijo e inmóvil, me he propuesto derivar el conocimiento de Dios, de vos mismo y de todo lo que hay en el mundo. [...]
Eudoxio: Así pues, ya que no podéis negar que dudáis, pues es cierto que dudáis, y tan cierto que no podéis dudar de ello, entonces también es verdad que vos, que dudáis, sois; y esto es también tan verdadero que no podéis dudar de ello en absoluto.
Poliandro: Estoy de acuerdo, porque si yo no fuera, no podría dudar. (AT X, p. 515; DESCARTES, 1997, p. 104).[14]
Y así, puede decirse que la seguridad y tranquilidad de la epoché, de su integridad intelectual, se transformó en este caso en la certeza del cogito.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, si seguimos lo anteriormente dicho por Burnyeat, ni Charron, ni ninguno de sus coetáneos o sucesores escépticos, pusieron nunca en duda la existencia del propio cuerpo. Quién examinaba, suspendía el juicio o cuidaba de su integridad era el ser humano como una totalidad. En ese sentido, la idea de unos escépticos modernos que pueden dudar teóricamente de si tienen cabeza, o la de unos escépticos antiguos que dudaron de todo, serían invenciones cartesianas, destinadas a refutar el escepticismo por primera vez (AT VII, p. 547-549; DESCARTES, 2005, p. 960-962).
El recurso a la skepsis en la obra madura de Descartes no buscaría, pues, reflejar ninguna posición real, de su tiempo, ni del pasado, sino que sería el resultado de llevar las dudas escépticas a sus últimas consecuencias, a su extremo hiperbólico, mediante un artificio filosófico que, como el pensador francés dice, nadie puede tomar en serio. Sea como fuere, el cogito fue el primer resultado filosófico de dicha invención. Descartes debió suponer que los escépticos iban más allá de cualquier límite de la duda para, siguiéndolos por ese camino, terminar refutándolos al encontrar evidencias de una certeza absoluta, como la separación de alma y cuerpo, o la existencia de Dios.
Pero el cogito no sólo emergió de ese proceso de radicalización de la duda, sino que sería el resultado de la transformación de la seguridad de la epoché del sabio en una certidumbre metafísica irrefutable. Mediante un recurso extraordinario, la separación de la suspensión del juicio del sujeto corporal que lo suspende, Descartes obligó a admitir a los escépticos algo que jamás habían puesto en duda antes: que tenían una certeza, la de la propia existencia. Frente a la universalidad y la eliminación de prejuicios que, sostenía Charron, eran las condiciones previas para acceder a una sabiduría escéptica, la separación del cuerpo nos conduce ahora a una universalidad mucho más estricta, la resultante de una mirada desvinculada por fin de todo lugar y cuyo único espacio propio será el de la pura razón.
La historia de la filosofía es compleja y cuanto más nos alejamos de nuestro período histórico menos certidumbres podemos tener. Aun cuando ha habido esfuerzos exitosos y muy difundidos de reducir su complejidad a un esquema más o menos claro, como una sucesión de pasos o una escala, donde cada peldaño proviniese con exactitud del anterior y desembocase en el siguiente, un atento estudio de las fuentes cuestiona rápidamente tales intentos.
El caso de Descartes no es una excepción y si bien en este texto le hemos otorgado gran importancia al papel del escepticismo en el desarrollo de su pensamiento, tal relevancia no es unánimemente compartida. Así, contando con los mismos textos, pero destacando pasajes diversos, e intenciones distintas, algunos estudiosos han rechazado que el pensador francés estuviese interesado primordialmente en refutar el escepticismo (GARBER, 1986, p. 81ss) o han planteado que éste tenía un carácter puntual y circunstancial en su obra (BROUGHTON, 2002, p. 2ss). Y lo mismo cabe decir del papel del estoicismo en sus reflexiones (dado que, después de todo, por ejemplo en Las pasiones del alma, la obra que resultó de su correspondencia con Isabel de Bohemia, la moral estoica es rechazada, como un inútil esfuerzo por escapar a nuestra naturaleza finita).
Más aún, es obvio que la influencia de Charron en Descartes, que aquí defendemos tanto desde la vertiente estoica como desde la escéptica, ha de matizarse y aceptarse cum grano salis. En la época otros intelectuales, como Guillaume du Vair o Justo Lipsio, también sostuvieron posiciones estoicas con gran habilidad y resonancia, y es difícil que Descartes fuera ajeno a tales influencias. E igualmente, cabe destacar la importancia del entorno del libertinismo erudito al que Descartes respondió y que pudo influirle en su concepción del escepticismo y del cogito. No sólo Charron, sino que también el mismo Montaigne, en su “Apología”, o bien La Mothe Le Vayer con sus diálogos escépticos, e incluso Gassendi con sus Exercitaciones, pudieron jugar un papel en la elaboración del pensamiento cartesiano.
En suma, si hemos escogido a Charron y si decidimos suspender el juicio sobre la posible interpretación de su obra, estoica o escéptica, es porque creemos que en ella se reproduce una dialéctica que fue importante para la vertiente académica del escepticismo y que de esa polémica emergieron condiciones suficientes para elaborar los rudimentos de una noción de subjetividad que tendrían su culminación en la obra de Descartes. Es cierto que esa subjetividad en el caso del estoicismo quizá carecía, pese a la caracterización de la proairesis en Epicteto, de la densidad ontológica necesaria para desembocar en el yo moderno. E igualmente ese sujeto de dudas en relación con el escepticismo académico no era el polo irradiador de certeza, el firme tribunal de la razón, que sería con Descartes.
Aun así, la polémica estoicos-escépticos pudo acercarse fructíferamente a esta noción moderna, al tiempo que ofrecía alternativas a la misma, y lo relevante de la figura de Charron es que combinó ambas en De la sagesse, proporcionando alguna de las herramientas conceptuales necesarias para que Descartes elaborase finalmente su principio central. Si esto hubiera sido así, paradójicamente uno de los mecanismos propios del escepticismo antiguo, la disputa que desemboca en la equipolencia o igual peso de opiniones contrarias, y que concluye en la suspensión del juicio escéptica, estaría en el origen de una de las primeras certezas absolutas del pensamiento moderno, a saber, el cogito cartesiano.
ABSTRACT: In most of the interpretations of the work of Descartes (1596-1650) stands the originality of his skeptical proposal. At the same time, another important trait is the radicalism of the questions that comes into play, as well as the central importance of his first principle, on which he bases the foundation of philosophy and the new science, the cogito, a consequence of the refutation of those same hyperbolic doubts. Our interpretation involves a forgotten author, Pierre Charron (1541-1603), whose works have influenced the formation of Cartesian thought. This preacher raised a skeptical wisdom in academic style (and, therefore, related to Stoic notions) that influence the formulation of the Cartesian ideas. In this sense, the certainty of the cogito raises from a skeptical in dispute.
KEYWORDS: Academy. Charron. Descartes. Neo-pyrrhonism. Skepticism.
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Recebido em 25/02/2016
Aceito em 29/01/2017
[1] Miembro del Grupo de Investigación Conocimiento, Filosofía, Ciencia, Historia y Sociedad; profesor de planta del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia). Este artículo forma parte de un proyecto de investigación inscrito en el SIIU de la Universidad de Antioquia titulado “¿Montaigne escéptico? Por una relectura de las bases epistémicas de la Modernidad” (20155843). E-mail: vicente.raga@udea.edu.com
[2] “[...] distinguiré dos tipos de certezas. La primera es denominada moral, es decir, suficiente para regular nuestras costumbres, o tan grande como la que tenemos acerca de las cosas de las que no tenemos costumbre de dudar en relación con la conducta de la vida, aun cuando sepamos que puede ser que, absolutamente hablando, sean falsas.” (AT VIII, p. 327; DESCARTES, 1995, IV, § 205). A la hora de citar los textos de Descartes seguiremos la convención de hacerlo primero de acuerdo con la edición canónica de Adam y Tannery, con indicación del volumen y la página, para luego referir la traducción española que empleamos en cada caso.
[3] La observación de Thomas Hobbes figura en las terceras objeciones hechas a las Meditaciones metafísicas y respondidas por Descartes. La referencia a Platón lo es al argumento del sueño, fuente del correlativo cartesiano, que puede encontrarse en el diálogo Teeteto (PLATÓN, 1988, 158c-e). 4 Sexto Empírico (ca. 160-210 d. C.) es el único autor del movimiento escéptico neo-pirrónico del que conservamos obras enteras. Éste fue el compilador de una corriente que inició Enesidemo en Alejandría en el siglo I a. C., reivindicándose como alternativa al escepticismo surgido en la Academia de Platón y legitima heredera de la actitud radical del mítico fundador de este movimiento, Pirrón de Elis (CHIESARA, 2007, p. 133ss). La importancia de Sexto Empírico para el pensamiento europeo de la Modernidad temprana no puede exagerarse, ya que desde que fuera traducido al latín en el Renacimiento se produjo una suerte de “crisis pirrónica” de amplias dimensiones y larga data (al menos de acuerdo con la lectura de Popkin (2003)).
[4] En concreto en AT III, 274 y esto resulta muy llamativo porque la principal obra escéptica de Cicerón, las Cuestiones académicas, era sobradamente conocida en la época de Descartes y junto con Contra los académicos de Agustín de Hipona, constituía, y sigue constituyendo, la principal fuente de información de la otra corriente escéptica de la Antigüedad, la del escepticismo académico. Este movimiento, surgido en la Academia de Platón de la mano del escolarca Arcesilao de Pítana en el siglo III a. C., prolongaría su existencia en disputa con el dogmatismo estoico con Carnéades de Cirene, y tendría su final de la mano de Filón de Larisa, último director escéptico de la Academia y maestro de Cicerón ya en el siglo I a. C.
[5] Michel de Montaigne (1533-1592), autor de un único libro, Los ensayos, que tuvo una gran difusión desde su primera edición en dos volúmenes hasta la última, ya póstuma, en tres partes, y que no sólo
[6] Vale la pena notar que en el texto de Diógenes se indica que la imagen de un Pirrón indiferente a los precipicios y capaz de ser atropellado por un carro o mordido por un perro, sin que ello le lleve a realizar ninguna acción, es considerada una exageración satírica de sus enemigos. Descartes, como queda claro por sus escasas referencias a la tradición escéptica, es un buen conocedor de la misma y no ignoraría esto (frente a lo que opina Fine), así que será necesario preguntarse con qué intención parece realizar una lectura literal de ese pasaje.
[7] Crítica que remonta, al menos, a Aristóteles en su Metafísica (ARISTÓTELES, 1994, 1008b11-12), y que puede resumirse destacando la necesidad de tener razones para actuar y llevar una vida aceptable, cosa que le estaría vedada al escéptico radical que, supuestamente, extiende su duda tanto al ámbito teórico como al práctico.
[8] Y que compartirían los escépticos de su tiempo, dispuestos a poner en duda, en el plano teórico, si tenemos cabeza o si dos más tres son cinco (nuevamente en el pasaje de la respuesta a las objeciones del padre Bourdin AT VII, p. 548-549). Aunque esta descripción de los mismos resulta cuestionable, como veremos, igual que lo es la anterior caracterización de los antiguos escépticos como radicales, y esto obedece quizá a una misma estrategia.
[9] La precaución a la hora de asentir, con la pretensión de no aceptar falsedades guarda relación con un ideal estoico, el del sabio, que tiene su paralelo escéptico, en el marco de la mencionada polémica entre estoicos y escépticos académicos
[10] Suele mencionarse a Agustín de Hipona como el primero en identificar el conocimiento con los estados mentales subjetivos y la misma noción de cogito (AGUSTÍN DE HIPONA, 2009, III, p. 26). Asimismo, Etienne Gilson (1984, p. 191ss) ha insistido en la relación entre el argumento que lleva a la certeza del yo cartesiano y la idea de una existencia indudable tal y como la formula el mismo obispo: “Y en estas verdades no hay temor alguno a los argumentos de los académicos, que preguntan: ¿Y si te engañas? Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tampoco engañarse; y, por esto, si me engaño, existo.” (AGUSTÍN DE HIPONA, 2007, XI, p. 26).
[11] Junto con el ya mencionado introductor del término, Pintard, puede resultar útil la consulta de alguno de los textos de los estudiosos más destacados de esta corriente como Cavaillé (2007), y Gregory (2000).
[12] Concepto de difícil traducción que aquí entenderemos como la facultad de asentir racionalmente a las impresiones que se nos presenten.
[13] La fuente del concepto de integridad intelectual, propia del escepticismo académico, puede encontrarse en la actitud manifestada por el Sócrates de los primeros diálogos platónicos así como, en particular, en la digresión del diálogo tardío Teeteto (PLATÓN, 1988, 172c-177c). En este pasaje se contrapone la actitud del filósofo con la del orador forense o político. El segundo, que tiene determinados intereses y defiende una causa concreta, ve comprometido su uso de la razón por asuntos no-epistémicos. El primero, en contraste con éste, no tiene otro compromiso que el de la búsqueda de la verdad.
[14] Mehl (1999, p. 83-91) señala como este cogito derivado de la duda y no del pensamiento sería previo al de la formulación propia de las Meditaciones metafísicas. Y aún más temprana resultaría ser la enunciación tentativa del mismo, entendido como derivado de la seguridad socrática, que aparece en las Reglas (AT X, p. 421; DESCARTES, 2003, p. 140) y que tiene ecos con la confesión socrática de ignorancia que suscribe Charron.