DERRIDA LECTOR DE KANT:

CONSIDERACIONES SOBRE LA SUBJETIVIDAD ESTÉTICA

 

Alejandro Valenzuela Aldridge[1]

 

 

 

 

Resumen: Este artículo presenta una revisión detallada de la deconstrucción de la subjetividad estética moderna ensayada por Jacques Derrida en su confrontación con la célebre e influyente Kritik der Urteilskraft de Kant y, a la vez, sitúa esta empresa en el contexto mayor del corpus derridiano por medio de la explicitación de la vasta red conceptual que la sostiene (auto-afección, espectralidad, cripta, huella, etc.). En último término, lo que aquí se explora —siguiendo siempre a Derrida— es una comprensión de la experiencia estética como sustracción, como fractura del campo subjetivo por efecto de la introducción de una (no) presencia irreductible.  

Palabras Clave: Belleza. Auto-afección. Subjetividad estética. Espectralidad.

 

 

 

 

 

 

¿Cómo ir decididamente hacia lo que no se deja asignar dirección?

(Maurice Blanchot)

 

 

 

Quisiera volver en estas páginas sobre la complicación introducida por Jacques Derrida en la topografía metafísica que sostiene a la célebre acuñación kantiana de la subjetividad estética moderna. Seguir su recorrido por la tercera Crítica, su manera de asediarla desde adentro, de inquietar íntimamente la distribución de lugares y jurisdicciones sobre la cual se erige el monumental edificio kantiano, las fronteras férreamente decretadas por el reparto trascendental. La experiencia estética —sabemos— fue presentada de modo programático por Kant como un punto estructural de reunión, como el lugar donde la brecha abierta en la arquitectura crítica entre lo sensible y lo suprasensible, entre los dominios de la naturaleza y de la libertad, habría finalmente de ser suturada, posibilitando así la tan anhelada “unidad de la experiencia”. Son las esperanzas puestas por Kant en este proceso de clausura del sujeto lo que la lectura de Derrida que aquí intentaré reconstruir niega. La aproximación derridiana a la tercera Crítica revela que la experiencia estética —tal como ésta fue establecida por Kant— estaría en realidad internamente dividida, desgarrada por una imposibilidad constitutiva: como experiencia, es tan puramente subjetiva que prohíbe de antemano toda tentativa de apropiación por parte del sujeto. En este sentido, ella sería menos lo que clausura al sujeto que lo que está por principio clausurado para él, una pura interioridad a la que no tendría acceso. Si es el centro de la arquitectura kantiana, forzosamente ha de ser un centro ausente. Esto es lo que llamo “complicar” un espacio: crear en él pliegues, dobleces; interrumpir la continuidad de sus planos con “bolsillos” que vuelven opacas o ilegibles ciertas zonas, sustrayéndolas a la aprehensión categorial de la mirada. En otras palabras, deconstruir la supuesta transparencia sobre la cual se funda la soberanía —del sujeto.       

En Kritik der Urteilskraft (1790), Kant señala desde el comienzo que para emitir un juicio de gusto es necesario someter antes a la existencia empírica a una suerte de doble suspensión: a una suspensión (material) del objeto y a una suspensión (material) del sujeto. Sólo puede darse la experiencia de la “mera contemplación” [bloßen Betrachtung] (KANT, 2013, p. 129), condición para todo juicio estético, ahí donde, primero, el objeto es aprehendido de manera desinteresada, es decir, sin referencia alguna a su existencia material, y luego, correlativamente, ahí donde la sensibilidad de quien ‘tiene’ esa experiencia no está tampoco materialmente comprometida. En realidad, sería ridículo [lächerlich] ¾escribe Kant¾ que alguien afirmara que cierto objeto es bello para él [dieser Gegenstand ist für mich schön] (KANT, 2013, p. 138). Todo ocurre, en efecto, como si la emisión del juicio estético demandara la interrupción de la remisión-(sensible)-a-sí. De lo contrario, esto es, de insistir en la materialidad del juicio de gusto y en su apropiación a nivel sensible — explica Kant—, el sujeto pierde de entrada la posibilidad de encumbrarse hacia el ámbito común de las formas para permanecer meramente en la esfera material del agrado sensible. Esta es una de las paradojas mayores de la tercera Crítica: para que una experiencia estética tenga lugar es necesario que se dé, junto a ella, una experiencia “anestética” de la realidad —Adorno, se recordará, habló de un “hedonismo castrado” a propósito de la teoría estética kantiana (ADORNO, 2002, p. 11)—, esto es, que una cierta dosis de anestesia sea inyectada al sujeto empírico, una dosis que, sin dormirlo pero a la vez sin dejarlo del todo despierto, logre neutralizarlo, situarlo a cierta distancia del orden sensible. Como escribe Jacques Derrida en relación a este aspecto de la estética de Kant,

el placer no supone la desaparición lisa y llana sino la neutralización, no simplemente la estocada mortal sino también la transformación críptica de todo lo que existe en tanto que existe. Este placer es puramente subjetivo: en el juicio estético no designa (bezeichnet) nada del objeto. Pero su subjetividad no es una existencia, ni si quiera una relación con la existencia. Es una subjetividad in- o anexistente que se eleva sobre la cripta del sujeto empírico y de todo su mundo. (DERRIDA, 2005, p. 58).  

 

Al margen del atractivo visual del sombrío paisaje pintado por Derrida, de la fascinación nocturna que suscita este espectro que decide abandonar sus restos mortales para recorrer un mundo en ruinas, debemos prestar atención al elaborado entramado conceptual puesto aquí en juego. En primera instancia, el juicio de gusto pareciera operar de manera análoga a un trabajo de duelo: el objeto empírico, negado en su existencia material, debe ser reinscrito por el sujeto (un sujeto, por cierto, “anexistente”, como escribe Derrida) al interior de un circuito de consumo ideal, de un dominio “puramente subjetivo”, si lo que éste efectivamente pretende es erigirse en juez de gusto. Cualquier resto material que este duelo no consiga idealizar o convertir en “mera forma”, cualquier huella empírica que dé cuenta aún de una ligazón con la exterioridad sensible, bloqueará el paso hacia el espacio interior de satisfacción estética y dejará al sujeto apenas en la esfera material del agrado sensible. El juicio de gusto, al igual que todo juicio reflexivo, ha de tener lugar en la interioridad del sujeto. Como señala Derrida en “Economimesis”, lo propio de la contemplación estética es ofrecerle al sujeto, en medio de lo empírico, un ensayo de visión alejado del tacto, sin consumo material, un trabajo ideal-formal no afectado por la presencia del objeto (DERRIDA, 1981, p. 19). Esta primera versión de la estética de Kant —en un momento abordaremos una segunda posibilidad— supone que el surgimiento de un objeto bello depende íntegramente de la transposición de lo materialmente existente al espacio de una interioridad pura, a un reducto donde la imaginación y el entendimiento se deleitan —tal sería ciertamente la naturaleza de la economía del placer procurado por la experiencia de lo bello — en un consumo ideal del objeto. En último término, dado que nada de lo existente qua existente podría ofrecerle al sujeto este placer puro, el argumento kantiano pareciera sugerir que la satisfacción estética funciona al modo de una experiencia autoafectiva, esto es, como una relación de interioridad en la que el sujeto, por medio de su propia actividad, lograría procurarse un placer que no provendría más que de un juego ideal con las formas de un mundo ausente, privado de su existencia material. En esta versión de lo bello no habrían mayores diferencias entre el onanismo y la experiencia estética. El objeto bello no sería otra cosa que la fuente de un placer privado —privado, sí, pero también universal, pues tendría lugar en un espacio ideal, sin arraigo sensible—, el producto de un juego soberano con las formas de un mundo desaparecido; y la experiencia estética, en tanto, un espacio en que el sujeto se abriría, en la potencia de un sentimiento absoluto de vida, a la proximidad infinita consigo mismo que resulta de la borradura de toda intromisión del afuera (sensible), de toda diferencia[2]. Sería a través de este “juego libre de las facultades”, de este reenvío interno del objeto (ya idealizado o internalizado) de la experiencia estética, que el sujeto finalmente conseguiría reencontrarse en medio de la existencia material con aquella voz humana que desde el fondo de sí lo reclama, con aquella destinación suprasensible para la cual el orden sensible no es sino un desvío —la introducción de un retraso, de una mediación— en el camino hacia la presencia plena de la (supra)existencia nouménica. Como anota Cristóbal Durán, “Esta alianza entre la voz y la auto-afección se sostiene en la capacidad de restituir la presencia a partir de una salida “de sí en sí mismo”, en un movimiento en donde el envío de la voz se restituye inmediatamente en el retorno de la escucha.” (DURÁN, 2015, p. 56).[3]

Sin embargo, no todo objeto es susceptible de ser inscrito en este circuito auto-afectivo de consumo interior. El proceso de idealización encuentra su propio límite en aquellos objetos a los que no es posible arrancar de su existencia material, aquellos objetos que portan consigo un resto irreductible, donde la representación artística no consigue, en nuestra sensación, distinguirse de la naturaleza del objeto real. Tal sería, como anota Kant en el parágrafo 48, el caso de lo que produce “asco”:  

El arte bello muestra precisamente su excelencia en que describe como bellas, cosas que en la naturaleza serían feas o desagradables. Las furias, enfermedades, devastaciones de la guerra, etc., pueden ser descritas como males muy bellamente, y hasta representadas en cuadros; sólo una clase de fealdad no puede ser represen-tada conforme a la naturaleza sin echar por tierra toda satisfacción estética, por tanto, toda belleza artística, y es, a saber, la que despierta asco, pues como en esa extraña sensación, que descansa en una pura figuración fantástica, el objeto es representado como si, por decirlo así, nos apremiara para gustarlo [als ob er sich zum Genüsse aufdränge], oponiéndonos nosotros a ello con violencia, la representación del objeto por el arte no se distingue ya, en nuestra sensación de la naturaleza, de ese objeto mismo [so wird die künstliche Vorstellung des Gegenstandes von der Natur dieses Gegenstandes selbst in unserer Empfindung nicht mehr unterschieden], y entonces no puede ya ser tenida por bella. (KANT, 2013, p. 255-256).       

 

En términos psicoanalíticos, habría que decir que es precisamente la falta del objeto (la suspensión de su existencia material) lo que en la experiencia traumática del asco falta[4]; dicho de otro modo, que la raíz de la angustia padecida aquí por el sujeto estaría en realidad en la presencia rebelde y excesiva de un objeto que de súbito se (le) impondría, obligándolo con ello a experimentar un goce por fuera del contrato epistemológico del marco categorial, un goce violento, situado en las antípodas de la universalidad estética, que tomaría al sujeto por  asalto en tanto que pura singularidad o ‘nuda haecceidad’. “En lo asqueroso —escribe Pablo Oyarzún— no podemos relacionarnos con la imagen como imagen, sino como (inmediatamente) real.” (OYARZÚN, 2008, p. 21). Así, la experiencia del asco no sería sino el resultado de un desborde del campo subjetivo, un fracaso del proceso controlado de simbolización estética[5]. Ante este tipo de objetos, que arruinan el trabajo de duelo por su condición radicalmente heterogénea e inasimilable, la única respuesta es el vómito (DERRIDA, 1981, p. 21). Lo que produce asco nunca puede ser comunicado o transformado en mera forma. Para el sujeto, en realidad, no habría propiamente una “experiencia” del asco pues éste permanece en todo momento como un afuera que no puede ser apropiado por ningún espacio interior, como aquello que el sujeto no podría nunca llegar a dominar. Como anota Oyarzún, el afecto del asco resulta de la presencia de un exceso que “descompone” al sujeto, alterando con ello profundamente la economía libidinal esbozada por la tercera Crítica: “Lo excesivo es, precisamente, lo propio de lo asqueroso, propio de una propiedad que no puede ser situada ni subjetiva ni objetivamente, y que trastorna de raíz toda la economía del placer y del goce, centrada en la afirmación de sí.” (OYARZÚN, 2008, p. 20).

Sin embargo (y este “sin embargo” debe ser leído en función del “sin embargo” abierto por la excepción del asco kantiano), el pasaje que hace un momento cité de La verdad en pintura permite pensar la experiencia estética de acuerdo a lo que concebiré, al menos a título de hipótesis provisoria, como una “segunda versión” de lo bello en — o tal vez contra — Kant. Si, como vimos hace un momento, la primera versión postula la belleza como un espacio de pura interioridad auto-afectiva y, correlativamente, al objeto que produce asco como lo único capaz de resistirse a ser parte de este consumo ideal en la economía de lo bello, en esta segunda versión esa oposición sería deshecha para convertir al objeto bello precisamente en aquello que nunca puede ser asimilado, en aquello que se niega a tomar un lugar en el espacio interior del sujeto.[6] Desde esta perspectiva, la belleza, precisamente por no estar nunca disponible para ser del todo consumida o digerida por el sujeto, estaría situada en realidad del lado de la experiencia del asco — aunque sin confundirse con ella —, del lado de aquello que trastorna el campo subjetivo con la huella de una alteridad inapresable, irreductible[7].          

De acuerdo a Kant, para que un sujeto tenga la “experiencia” de una satisfacción estética, es necesario que el placer que éste se da a sí mismo sea un placer universal y anónimo, un placer asignable en todo momento a otro, a cualquier otro ¾un otro que no es nunca él mismo, que nunca habla a título propio; un otro que, en último término, pone en juego (o más bien fuera de él) la radical (im)posibilidad de encarnar el carácter impersonal de este placer de nadie. No hay satisfacción estética más que bajo el modo de lo impropio, de lo que nunca le pertenece a sujeto alguno, de lo que es siempre de otro modo que el sujeto (empírico). Este placer puro es, en realidad, el límite donde la experiencia subjetiva es interrumpida.

 

Este placer que obtengo —escribe Derrida—, no lo obtengo, antes lo devolvería, devuelvo lo que obtengo, recibo lo que devuelvo, no obtengo lo que recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan únicamente objetivo —según lo que mi juicio y el sentido común pretenden— que no puede provenir sino de un puro afuera. Inasimilable. En última instancia, este placer que me doy, o más bien al que me doy, a través del cual me doy, no lo experimento ni siquiera, si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Un placer cuya experiencia es imposible. (DERRIDA, 2005, p. 60). 

 

Si lo bello depende a fin de cuentas de este no acceso, de esta imposibilidad indisociable de su posibilidad, nada estaría más lejos de un juicio de gusto que un trabajo de duelo exitoso donde el otro lograra ser íntegramente digerido por el sujeto. Una experiencia estética es aquello que abre la auto-afección a la más completa hétero-afección, lo que fractura la clausura interior del espacio subjetivo para hacer despuntar en él un afuera irreductible, una diferencia que acosa a la subjetividad en su (im)propia intimidad. La singularidad del placer estético reside así en ser un placer-otro, un placer del otro —un placer que resulta del proceso de “entregarme” a mí mismo como un otro que nunca podría llegar a coincidir conmigo por ser precisamente lo que no puede darse más que bajo el modo de lo que difiere de toda presencia, de lo que no le pertenece, por definición, a nadie, a ningún sujeto (empírico).                   

Como vimos al comienzo, la experiencia estética no aniquila el mundo, no busca hacerlo desparecer, sino más bien “encriptarlo”, “ponerlo en cripta”, reelaborarlo bajo el signo de una transformación críptica. En “Fueros”, el largo prefacio que Derrida escribió para Le verbier de l’homme aux loups de Abraham y Torok, este concepto es objeto de una detallada exposición. En la medida en que nuestras dos versiones de lo bello suponen cierto análogo digestivo, cierto modo de consumir el objeto, podemos reformular su diferencia en términos de los conceptos de “introyección” e “incorporación”. En la teoría introyectiva de lo bello, el objeto ¾ como he estado argumentando ¾ es negado en su existencia material para luego ser consumido sin resto alguno e inscrito en un espacio de interioridad pura bajo la rúbrica de la “mera forma”. En este caso, la experiencia estética produce un ensanchamiento del sujeto, una ampliación de su mundo. Un objeto bello es un objeto del que se dispone en un espacio ideal-formal donde la potencia de la libertad del sujeto puede ser ejercitada sin restricciones, un objeto, en este sentido, que engendra un “tener”[8]. A diferencia de este proceso introyectivo, que supone una digestión absoluta del otro, la “incorporación” marca un duelo fracasado, un trabajo con el otro que no consigue llegar a término. El otro, entonces, inasimilable e imposible de consumir, pasa a ser parte de una cripta al interior del sujeto, un lugar que resulta inubicable porque nunca se presenta, porque nunca forma del todo parte del espacio del que es parte; un lugar sin acceso donde yace lo que resta, lo que se vomita ¾conmemorando, con ello, menos al objeto mismo que su radical exclusión. Una cripta fractura la interioridad del espacio interior, genera en ella un pliegue, un bolsillo, “un interior secreto al interior del gran sitio, pero a la vez exterior a éste, exterior al interior.” (DERRIDA, [19--¿], p. 12-13). En lugar de una experiencia del “tener”, el objeto bello abismaría al sujeto en una heterogeneidad que rechaza toda experiencia de pertenencia, que marca el límite de un goce prohibido, in-decible. Nunca puedo, como escribe Kant, decir que un objeto es bello para mí. Si un juicio de gusto empieza negando la existencia del objeto, esa negación no puede de ningún modo ser superada por una dialéctica que la “ponga a trabajar” en una economía interna. Esa negación ocupa siempre el (no) lugar de una pérdida irremediable: lejos de ser la potencia infinita del sentido, la belleza es más bien lo que impone un silencio que rebate toda atribución de sentido ¾no existe una hermenéutica de la cripta, no puede restituirse un mundo a partir de ella. En lo bello surge interiormente este afuera, este secreto encriptado, esta zona indeterminada en que ni objeto ni mundo se sostienen. “El habitante de una cripta es siempre un muerto-vivo, un muerto que se quiere conservar bien en vida, pero como muerto.” (DERRIDA, [19--¿], p. 25). Al igual que este cuerpo sin vida al cual la muerte nunca termina de llegar, donde el duelo siempre sigue abierto, la existencia del objeto bello depende de su inclusión en un espacio de exclusión donde el placer estético sea puesto a salvo del goce del sujeto. Para que un objeto devenga bello es necesario hacer de él un muerto-vivo, un espectro, un exceso inubicable que escape a cualquier formulación onto(po)lógica. Si no existe ciencia de lo bello es precisamente porque lo bello nunca se presenta o toma lugar. Por otra parte, ningún trabajo podría remediar este “no saber” estructural: su fracaso es la prueba de la (no) presencia de lo bello. Tal como un espectro, la belleza “es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe precisamente si es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia […] ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber.” (DERRIDA, 1998, p. 20).    

El espacio del arte no es un espacio habitable. No se puede residir en él porque en él toda posición falta. Esto Maurice Blanchot lo sabía al menos tan bien como Derrida. La obra de arte no niega el mundo material para erigir a continuación un mundo imaginario de formas ideales, sino más bien para constituirse como aquello que es de otro modo que un mundo, aquello que nunca encuentra reposo en la estabilidad de un lugar o una verdad. Ajena a toda idea de mundo, una experiencia estética nos pone en contacto con una región inhabitable que no podemos sino experimentar como un exilio: esto es, como el surgimiento de un afuera que fractura el espacio interior y nos expone a lo que “es” en tanto que separación. El afuera sólo existe como lo que está afuera; entrar en él equivaldría a abandonarlo. Esta es la labor de la cripta: ella marca la exclusión del objeto, la imposibilidad de gozar de él. Desde esta perspectiva, Kant — en la lectura de Derrida que aquí sigo — se equivocaba al imaginar que la experiencia estética pondría en contacto el mundo de lo fenoménico con el de lo nouménico, que su tarea consistía en unificar la experiencia del sujeto. Sólo el trabajo diurno — como escribiera Blanchot — puede ser concebido como un movimiento entre dos puntos. En la medida en que trastorna toda dirección y todo sentido, el espacio del arte inaugura más bien la idea de una marcha incesante. Más allá de la onto(po)logía, el objeto bello no se deja asignar dirección. En este sentido, la fórmula “finalidad sin fin” [Zweckmäßigkeit ohne Zweck] acuñada por Kant para definir la belleza libre podría ser reelaborada en este contexto como una afirmación sobre la imposibilidad de concluir el duelo abierto por el objeto bello, es decir, de darle una muerte definitiva a aquel muerto-vivo que nunca muere del todo, que nunca encuentra reposo ni fin. Así, la belleza tendría una cualidad abisal: ella sería un murmullo inacabado, un rumor que nunca sale a la luz. Permanecer expuesto al objeto bello (o al espacio de la “obra”, que es el término de Blanchot) es abrirse a la “otra noche”, a un afuera donde el sujeto pierde sus poderes y donde nada permanece más que lo que nunca permanece. Nadie experimenta a título personal el placer estético, fenoménicamente. Tras la muerte del sujeto empírico, en el espacio de la obra sólo puede quedar “alguien”: quien está presente cuando ya nadie está presente. Si leemos a Derrida con Blanchot, tal sería la “neutralización de todo lo que existe”, la “transformación críptica” de que hablaba aquél en La verdad en pintura. Ni el sujeto ni el objeto se reconocen en el afuera abierto por la obra. Nada en ella los confirma. Nada en ella les devuelve su propia imagen, la figura que conservaban cuando aún eran parte de un mundo, de un espacio habitable — la función imaginaria del arte de que hablaba Eagleton se viene abajo frente a ese espejo que invariablemente me entrega el rostro del otro. Este suspenso es, por lo demás, lo que haría de la contemplación estética una experiencia de pérdida, la exposición a una “ofundidad ilimitada que está detrás de la imagen, profundidad no viviente, no manejable, absolutamente presente aunque no dada, donde se abisman los objetos cuando se alejan de su sentido, cuando se hunden en su imagen.” (BLANCHOT, 2002, p. 28). Este es, análogamente, el efecto de la pulchritudo vaga: una vez que el “sin fin” es afirmado en toda su potencia, el objeto pierde su carácter determinado para ofrecerse, en cambio, como lo que yerra sin llegar nunca a su destino o fin [Zweck]. En la medida en que este corte o interrupción de la finalidad inaugura la existencia del objeto bello, éste ha de ser necesariamente absoluto, no suplementable. Una experiencia estética no tiene lugar más que ahí donde el objeto es afirmado cada vez como lo que existe sólo en términos de su separación. Schiller, a fin de cuentas, tenía razón: la belleza “salva” al objeto de la pasión del sujeto al hacerlo retroceder en la lejanía. Sin embargo, lejos de convertirlo en su “inenajenable propiedad”, ese gesto abre de golpe un espacio en que ningún concepto de lo propio o de lo apropiable se mantiene en pie.        

Años más tarde, Derrida se referirá a la afirmación de esta heterogeneidad como a la conformación de una “espacialidad indómita” (DERRIDA, 1999, p. 169). Hay belleza cuando lo que se presenta excede el punto de vista, cuando el objeto no se deja captar en los términos positivos de un concepto. En otras palabras, cuando “lo que se da” es dado sólo bajo la forma de la trascendencia, de la separación. Lo hemos dicho: el espacio de la obra surge cuando la interioridad es expuesta a un afuera que la abisma y que despoja a los objetos de su familiaridad y del lugar que ocupaban en el mundo. Para hablar con Blanchot, esta fractura del espacio es la que permite que surja propiamente una extensión, que las cosas dejen de tomarse el espacio para empezar a darlo (BLANCHOT, 2002, p. 143). Pero esta nueva extensión abierta por el afuera sólo se “gana” en la medida en que no se gana, en que nunca es apropiada por o para el sujeto ¾ si así fuera, ya no daría espacio, ya no sería un espaciamiento, sino que pertenecería más bien al interior de éste. En este sentido, el afuera sólo funciona como tal si consigue no estar del todo presente o no mostrarse como una presencia que el espacio interior pueda hacer propia. El “sin fin” de la experiencia estética cobra en este punto todo su sentido: lo que nunca llega a destino es también lo que no llega a presentarse, lo que está sometido a un movimiento de errancia que no se deja encerrar ni detener. Por esta razón, la muerte a la que la neutralidad estética nos expone no es un suicidio: éste, para Blanchot, aún pertenece a la lógica del mundo, a la autoridad del presente, a una muerte que se quiere en un “ahora” elegido voluntariamente y no en la indeterminación de un tiempo por venir. La “otra muerte”, esa muerte indecisa que la muerte buscada por el sujeto oculta, siempre llega a destiempo, siempre está out of joint. Este es el lugar de la cripta, del secreto que ella guarda: “uno quiere matarse para que el futuro no tenga secretos”, escribe Blanchot (2002, p. 92).

En consecuencia, el espacio del arte o de la belleza no es un espacio comprometido íntegramente con el campo de lo visible, un espacio al que le puedan ser arrebatados todos sus secretos. Como señalé hace un momento, el objeto bello es lo que se resta, lo que toma distancia. No hay obra que pueda ser dominada porque en el espacio imaginario las cosas están atravesadas siempre por una cierta invisibilidad. Por arriesgado que resulte, Derrida demuestra que la estética de Kant también funciona en esta lógica al abordar la belleza. Si la belleza marca de algún modo al objeto, o si ella deja en él la huella que habrá de convertirlo en un objeto bello, ésta nunca existe como una propiedad determinable, como un “esto” o “aquello” al que podría asignársele un concepto específico. Una huella nunca está ausente o presente. Nunca es una propiedad positiva o una ausencia al interior del sistema. El objeto bello está completo, nada dentro de él falta; sin embargo, lo que hace de él un objeto bello no es su completitud o la armonía de su disposición interna, sino el hecho de que su organización no tenga fin, de que su propia existencia haya sido arrancada del circuito de consumo. Nada en él falta precisamente porque lo que le falta es un fin. Sólo esa huella, la marca de ese “sin fin”, hace de él el objeto bello que es. Esta es la secreta invisibilidad que estaría en juego en la estética de Kant: “La belleza no es independiente de este sin, no funciona sino con este sin, no ofrece nada para ver, y mucho menos a sí misma, sino con este sin y ningún otro. Y ni siquiera se deja ver con este sin, puesto que no tiene nada que ver, acabamos de decirlo, con la vista, o al menos, para ser rigurosos, con lo visible.” (DERRIDA, 2005, p. 100). Si la belleza es aquello que se sustrae a la percepción, lo que su huella genera es un desdoblamiento del campo de visión, un cierto suspenso entre lo visible y lo invisible que haría que el objeto se presentara afirmándose al modo de una lejanía irreductible. A esta experiencia en la que somos tocados por una distancia próxima e inmediata, Blanchot la llama “fascinación”. Para él, el momento en que Orfeo vuelve la mirada hacia atrás antes de alcanzar la luz del día para así ver por última vez el rostro “en sustracción” de Eurídice, ejemplifica singularmente esta forma de relación. Orfeo, dirá Blanchot, no la desea a ella en su verdad diurna, es decir, como una presencia clara expuesta a la luz del mundo, sino tan sólo en su alejamiento, cuando aún es parte de la noche. “No cuando es visible, sino cuando es invisible.” (BLANCHOT, 2002, p. 155). Esto no es hacerla vivir, pero tampoco equivale a dominar su ausencia. Al volverse, Orfeo, como en el caso de la cripta, se expone a conservar a Eurídice como una muerta-viva en el trance de su irrecuperable pérdida, “tener viva en ella la plenitud de la muerte.” (BLANCHOT, 2002, p. 155). Estéticamente, un objeto “tomado” por la belleza es un objeto que se ha prometido al asedio de lo invisible, un cuerpo expuesto a un afuera al que ningún campo de visión podría alguna vez llegar a incluir.      

Este entrelazamiento de lo visible y lo invisible en el espacio de la obra será ampliamente desarrollado por Derrida el año noventa en Mémoires d’aveugle. En éste, el filósofo sostendrá la tesis de que cada vez que un dibujo representa un cuadro de ceguera en realidad elabora un autorretrato de sí: no del dibujante o del autor, sino del acto mismo de dibujar. Así, lo propio del dibujo no estaría en la visión, en la captación representacional de lo que el artista tiene ante sus ojos, sino en la labor de trazado e inscripción de una mano que siempre procede en medio de la más estricta ceguera. No hemos salido, por cierto, de la órbita de Blanchot: si la “verdad” del arte es la figura del ciego, que para la filosofía históricamente siempre ha sido la imagen de quien aún no ha abierto los ojos a la luz de la verdad, entonces la función de la obra sería exponernos a una región donde el error y la errancia le han arrebatado su poder al discurso de lo verdadero. El ciego, extendiendo esas manos que hacen las veces de ojos, vive en todo momento en la inminencia de la caída, asediado por el abismo. En su marcha, en su errancia, escribe Derrida, la mano es la memoria misma del accidente (DERRIDA, 1993, p. 16). A lo largo de una serie de pormenorizados análisis de cuadros de ceguera, Mémoires… ensaya demostrar que el espacio de la obra es abierto en primer lugar por una lógica más cercana a la del testimonio que a la de la representación fiel de lo que se presenta inmediatamente en el campo de visión. Para Derrida, un testimonio no existe a partir de un contenido o una percepción, de un “así es como realmente fue”, sino que él constituye, en sí mismo, un acto. Un testigo, contra toda evidencia, es siempre ciego, y su testimonio es fruto de esa ceguera: porque ya no ve, narra; porque no tiene manera de restituir la presencia del otro, se contenta con su memoria. En este sentido, en el origen del acto de dibujar habría una asimetría, una pérdida irrecuperable. Se empieza a dibujar cuando el objeto que se tiene enfrente deja de ser meramente visible y, al exponer a quien lo contempla a la noche que éste le reserva, apunta Derrida, lo convierte en testigo. El dibujo no establece una relación de conocimiento con el objeto, sino más bien una de reconocimiento: éste, en cuanto donación, excede toda retribución posible. El trazo conmemora su pérdida, pero lo hace como un duelo infinito, como una deuda que no puede ser colmada. En consecuencia, la inscripción de la memoria de lo que se aleja es menos un trabajo activo de percepción que la gratitud de un recibir. En el contexto de una escena bíblica, escribirá Derrida: “It is from this ‘vision’ of the “invisible” that he gives, immediately thereafter, the order to write: in order to give thanks [rendre grâce], the memory of the event must be inscribed. The debt must be paid with words on parchment, which is to say, with visible signs of the invisible.” (DERRIDA, 1993, p. 29). En otras palabras, el origen del dibujo nunca es una presencia simple susceptible de ser recuperada o restituida por medio de una representación. La memoria del evento no es nunca otra cosa que memoria, esto es: un trabajo de duelo sin fin posible. Correlativamente, los trazos del dibujo se resisten a ser traducidos en un sentido único o remitidos a un origen simple: el espacio de la obra instituye cierta figuración del objeto sólo en la medida en que éste nunca adviene como presencia en ese espacio[9]. No es que el objeto sea del todo ajeno al dibujo o que permanezca fuera de él; más bien, lo que ocurre es que sólo consigue ser inscrito en la obra en la medida en que su presencia ha sido dislocada. 

Esta argumentación puede además ser invertida: si todo cuadro de ceguera encierra un autorretrato, todo autorretrato a la vez pone en escena un cuadro de ceguera. Derrida demostrará este fenómeno con los retratos que Henri Fantin-Latour (1836-1904) hizo de sí mismo dibujándose frente a un espejo. Desde el momento en que el artista empieza a trazar su imagen en la tela, el espejo en el que hace un instante veía su reflejo y que lo entregaba a una relación de intimidad consigo mismo ha debido ser remplazado por la mirada de un visitante situado en el lugar en que éste se ubicaba. Esta ceguera es, si se quiere, estructural: sólo perdiéndose a sí mismo de vista puede el artista ofrecer(se) un retrato de sí[10]. En el espacio de la obra, el duelo por el origen perdido es originario. Nunca hubo un momento primero de plenitud o de monumentalidad. La obra nace como ruina, pero no como una ruina cualquiera. En lugar de ser el fragmento de una totalidad perdida, ella es lo que arruina toda presentación. No hay obra si no es bajo la forma de este luto de la presencia: “thoughtful memory and ruin of what is in advance past, mourning and melancholy, the specter of the instant (stigmē) and of the stylus […].” (DERRIDA, 1993, p. 69). Como hemos visto, este duelo es siempre sin fin: los espectros del espacio de la obra no pueden ser eliminados por un acto que restablezca su presencia originaria. En un autorretrato, el narcisismo está de antemano condenado al fracaso precisamente por aquello que lo pone en marcha: el darse a sí una imagen de sí. Blanchot también sabía de esto: en la “otra noche” del espacio de la obra nada concluye, nada llega a destino; ante el retraso de una muerte definitiva que sancione el olvido, este espacio abre la puerta para el eterno retorno de los espectros, para lo que vuelve porque sin estar presente tampoco está ausente. En una palabra: para el olvido del olvido, para el recuerdo sin reposo (BLANCHOT, 2002, p. 148). En este respecto —en la rememoración infinita de aquello que no puede ser recuperado—, el trabajo de la obra de arte colinda con lo que ocurre en la “experiencia” del asco, pues también en él se trata del “recuerdo de una ausencia: la haecceidad” (Rodríguez Tous), del rumor de un real cuya huella el arte conmemora. Si una obra tiene el poder de fascinarnos es porque permite que nos asomemos a lo que está antes del comienzo, a lo que estaba ahí antes del mundo: no un origen, no una presencia, sino la potencia espectral de lo que únicamente recomienza.  

 

 

 

 

Derrida reading Kant: remarks on the aesthetic subject

 

Abstract: This article presents a detailed account of the aesthetic subject’s deconstruction developed by Jacques Derrida in his confrontation with Kant’s famous and influent Kritik der Urteilskraft and places —at the same time— this enterprise in the context of Derrida’s corpus by making explicit the vast conceptual net that lays behind it (auto-affection, spectrality, crypt, trace, etc.). In the last analysis, what is here explored —always following Derrida— is an understanding of the aesthetical experience as subtraction, as a breach into the subjective field through the introduction of an irreducible non-presence.

 

Keywords: Beauty. Auto-affection. Aesthetic subjectivity. Spectrality.                      

 

 

 

 

 

Referencias

 

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[1] Doctor (c) en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte por la Universidad de Chile.    https://orcid.org/0000-0003-4136-9173.    Email: aovalenz@gmail.com

[2] Pienso aquí en la auto-afección a la luz del movimiento circular del ‘oírse-hablar’ que Derrida desarrolló sobre todo a fines de la década del sesenta, que coincidiría además ciertamente con la dinámica interna del logocentrismo (el logocentrismo como fonocentrismo). El oírse-hablar pondría en marcha a pequeña escala el mecanismo propio de un circuito ideal cerrado sobre sí, la producción de una presencia plena que al recluirse o plegarse sobre sí excluiría en el mismo gesto toda diferencia: “[…] la inmediatez es el mito de la conciencia. La voz y la conciencia de la voz — es decir pura y simplemente la conciencia, como presencia consigo— son el fenómeno de una auto-afección vivida como supresión de la diferencia. Este fenómeno, esta presunta supresión de la diferencia, esta reducción vivida de la opacidad del significante son el origen de lo que se llama presencia. Está presente lo que no está sujeto al proceso de la diferencia.” (DERRIDA, 1979, p. 210).

[3] Esta especularidad, este retorno a sí instituido por la experiencia autoafectiva, tiene además en el caso de la teoría estética kantiana un segundo nivel de análisis. Como explica Terry Eagleton, quien se contempla a sí mismo en el espejo durante la experiencia de lo bello no es sólo el sujeto sino la propia realidad —aunque por medio del sujeto. Lo que la forma del juicio estético muestra (“el objeto X es bello”) es que la realidad se ve en la armonía experimentada por el sujeto y se identifica especularmente con esa imagen que, en rigor, nada afirma o revela sobre ella misma. Esta sería la función imaginaria —en sentido lacaniano— de la experiencia estética: “Cuando el niño pequeño de la famosa «fase del espejo» de Jacques Lacan se topa con su reflejo especular —escribe Eagleton—, también encuentra en su imagen una plenitud de la que carece su propio cuerpo, y por ello se atribuye a sí mismo esa plenitud que, de hecho, pertenece al ámbito de la representación. Cuando el sujeto kantiano del gusto se encuentra con un objeto bello, descubre en él una unidad y una armonía que en realidad son producto del juego libre de sus propias facultades. En ambos casos se da un reconocimiento equivocado, aunque existe una cierta inversión del sujeto y del objeto si pasamos del espejo de Lacan al espejo de Kant.” (EAGLETON, 2006, p. 146).    

[4] En este sentido, la experiencia estética estaría siempre del lado del deseo, pues depende de la introducción de cierta dosis de ausencia que la experiencia englobante de la angustia bruscamente le negaría: “All desire arises from lack, and anxiety arises when this lack is itself lacking; anxiety is the lack of the lack. Anxiety is not the absence of the breast, but its enveloping presence; it is the possibility of the absence which is, in fact, that which saves us from anxiety (EVANS, 1996, p. 12). En Idea estética y negatividad sensible, Juan Antonio Rodríguez Tous propone una explicación que en mi opinión complementa esta propuesta de ver en el asco una ausencia de la ausencia, o, si se quiere, un singular efecto de presencia: “El asco es, a la vez, el recuerdo de una ausencia (la haecceidad de las cosas, impensable de otro modo que estéticamente) y un paradigma de la relación imposible (desde el punto de un pensar conformado según una lógica de inhesión, como el kantiano) del Yo con la Cosas.” (RODRÍGUEZ, 2002, p. 132).                  

[5] Esta violencia de la materia descrita por Kant, que de golpe borra los límites entre el sujeto y el objeto y pone con ello en jaque las condiciones de base necesarias para la toma de consistencia de una experiencia estética, aparece también en otros lugares de la tercera Crítica, aunque no directamente vinculada a la experiencia del asco. En el parágrafo 53, por ejemplo, Kant afirma que las artes menos cultas o menos acordes a una existencia racional serían precisamente aquellas que le arrebatan al hombre su margen de libertad, aquellas que se le imponen: “Además, hay en la música una cierta falta de urbanidad, y es que, sobre todo según la naturaleza de sus instrumentos, extiende su influencia más allá de lo que se desea (sobre la vecindad); y de ese modo, por decirlo así, se impone [sich aufdringt], y, por tanto, perjudica a la libertad de los que están fuera de la reunión musical, cosa que no hacen las artes que hablan a los ojos, puesto que basta apartar la vista, si no se quiere recibir sus impresiones. Ocurre con esto algo así como con la delectación de un olor que se extiende lejos.” (KANT, 2013, p. 276-277).                            

[6] Llego así, con esta segunda versión de lo bello, a lo que tal vez sea el núcleo de la deconstrucción derridiana del sujeto estético kantiano y, más en general, de toda la estética moderna centrada en el sujeto. En su revisión crítica de la estética alemana del siglo XVIII (Baumgarten, Herder, Mendelssohn, Kant), Christoph Menke ha demostrado convincentemente que la instauración filosófica del sujeto estético giró en torno a tres conceptos — desde luego, diversamente definidos y articulados— cuya importancia en adelante sería decisiva para el pensamiento estético moderno: a saber, los conceptos de “fuerza”, “reflexividad” y “sujeto”, tríada que acabaría derivando en la célebre comprensión de la experiencia estética como contemplación autorreflexiva por parte del sujeto de sus fuerzas internas. Si bien tanto en Herder como en Mendelssohn los conceptos de “fuerza” y “autorreflexión” funcionaban ya de modo implícito al interior de una filosofía del sujeto, sólo con Kant —explica Menke— está articulación se habría tornado explícita y, más aun, programática. “La estética de Kant renueva, por tanto, de manera doble la determinación de ambos elementos de subjetividad estética en términos de la filosofía del sujeto: primero, la reflexión estética es una vuelta regresiva hacia el sujeto; la reflexión estética es referencia a sí mismo, y las fuerzas de las cuales el sujeto estético llega a ser consciente son las “facultades” propias del sujeto. Segundo, la acción de las fuerzas experimentadas de manera estético-reflexiva es definida teleológicamente, como generación dirigida de “universos” epistémicos (o prácticos); por tanto, el sujeto es mediante sus fuerzas estéticamente experimentadas entendido como sujeto constitutivo o fundamentante.” (MENKE, 2011, p. 107). A mi juicio, es en este marco que la operación derridiana sobre el texto kantiano debe ser comprendida. Como veremos ahora, la deconstrucción del sujeto estético kantiano es ensayada por Derrida precisamente por la vía de una dislocación de aquella (auto)reflexividad sobre la cual se efectuaría el retorno del sujeto (estético) sobre sí y, consecuentemente, el afianzamiento de sus poderes cognoscitivos (experiencia de lo bello) o prácticos (experiencia de lo sublime). Desde este punto de vista, deconstruir la auto-afección (estética) es deconstruir el principio o la garantía sobre la cual se funda la subjetividad (estética).                      

[7] Pablo Oyarzún también sugiere que la experiencia estética —en el caso específico de la obra de arte— estaría en realidad mucho más cerca de la experiencia del asco de lo que parece en primera instancia. El asco, de acuerdo a éste, es uno de los destinos posibles del arte — o mejor: uno de los trastornos de su destino, una perversión de su tarea más propia —, un destino que tendría lugar si el arte consiguiera acumular suficiente poder como para reclamar su autonomía frente a la exigencia moral de la forma. “Y ese límite desde siempre excesivo, como hemos visto, se inscribe, a pesar de todo, en el arte mismo, cuando éste se aboca al prestigio de la sensación y descuida la forma, lo que pudiésemos llamar el imperativo, la moralidad de la forma. Porque éste es también el límite del arte, de su poder y su eminencia: la autosuficiencia del arte en su propio poder de asegurar el goce en la materia de la representación, cuando se toma toda la escena, contiene, irrefrenable, el exceso y así también la náusea, que no es asco que se siente por esa materia, sino por sí mismo, en la necesidad que se tiene de cebarse más en ello.” (OYARZÚN, 2008, p. 21).       

[8] Este singular régimen de posesión, que da pie a toda una interpretación humanista de la estética kantiana, tiene en las Cartas de Schiller un claro exponente: “Si el apetito aprehende su objeto, la contemplación, en cambio, hace retroceder al suyo en la lejanía, y, salvándolo de la pasión, lo convierte en su verdadera e inena-jenable propiedad.” (SCHILLER, 1991, p. 195). 

[9] Andrea Potestà ofrece una certera explicación de la condición del trazo: “Autrement dit, si le trait (la trace, la signe) n’est pas figurable, c’est parce qu’il est le figurable […] il ouvre l’espace de toute figuration possible et à la fois il reste lui-même, pour cette même raison, infigurable, insaisissable.” (POTESTÀ, 2011, p. 304).     

[10] El crítico de arte Michael Fried explica del siguiente modo la paradoja estructural — el double-bind— descubierta por Derrida en los autorretratos que Fantin-Latour: “the realist self-portrait — rather, what I shall call the visual realist or ocular realist self-portrait — emerges as a contradiction in terms. For either it represents the image in the mirror, in which case it reverses the ordinary appearance of the artistic-model, or it reverses that reversal in the interest of a broader (impersonal, distinterested) truth, in which case it is no longer faithful to what the artist-model sees. Within the framework of the ocular realist project there is no escaping that double-bind. (As Merleau-Ponty has observed, human beings have no direct, unmediated perception of their own faces; the ocular realist self-portrait makes that natural condition a problem for art)” (FRIED, 1994, p. 14). En otras palabras, lo que Fried subraya aquí por medio de Derrida es el fracaso del proceso de reconocimiento imaginario, el derrumbe de la identificación del pintor-modelo con su propia imagen, es decir, de la estructura autorreflexiva: la fidelidad a la imagen traiciona al original (lo ofrece especularmente invertido) o la fidelidad al original traiciona a la imagen (se corrige lo que la imagen entrega: se restituye el sentido del original, pero en tal caso la idea triunfa sobre la realidad de la imagen).