LAS CONCEPCIONES DE HOMBRE Y DE TRABAJO EN MIGUEL DE UNAMUNO
Emanuel José Maroco dos Santos[1]
RESUMEN: Las concepciones de hombre y trabajo están íntimamente interconectadas dentro del pensamiento de Miguel de Unamuno. La persona, sin reducirse a ninguna forma de instrumentalización política y económica, no es un mero medio, sino un fin en sí misma. Unamuno no escamotea su lucha en contra del capitalismo y de la transformación de lo económico y de lo político en mero valor de cambio. No nos extraña, pues, que nuestro autor, no conformándose con los efectos del materialismo mercantilista, proponga unas concepciones de política y de sociedad más humanas capaces de dignificar la vida de cada hombre concreto de carne y hueso. Es en este marco teórico-conceptual en el que Unamuno conceptualiza el trabajo como vocación y como forma de realización humana, desvinculándolo de la perspectiva mercantilista vigente en su época. El propósito del presente estudio es, pues, descubrir la íntima relación que une la concepción unamuniana de hombre con su concepción del trabajo como forma de formación y libertad humanas.
PALABRAS-CLAVE: Miguel de Unamuno. Hombre. Trabajo. Valor de cambio. Valor de uso. Valor absoluto.
Introducción
E hizo bien en mudar de nombre, pues con el nuevo llegó a ser de veras hidalgo, […], «El español que inventó este nombre, hijodalgo, dio bien a entender… que tienen los hombres dos géneros de nacimiento. El uno es natural, en el cual somos todos iguales, y el otro espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña, entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres, y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho; ahora se halla hijo de sus obras. […]» Y así Don Quijote desciende de sí mismo, nació en espíritu al decidirse a salir en busca de aventuras, y se puso nuevo nombre a cuenta de las hazañas que pensaba llevar a cabo. (Unamuno, 1968a, p. 70).
Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936), siendo un autor que rechaza el tratado filosófico para acercarse al pequeño ensayo y a obras ensayísticas, exige que el lector tenga presente el conjunto de su obra so pena de enredarse en interpretaciones parciales sobre la misma. Y la concepción unamuniana de hombre es uno de los casos en que lecturas parciales de su obra pueden fácilmente resbalar hacia interpretaciones equivocadas. El fragmento con el cual comenzamos el presente estudio está recogido de su obra La vida de Don Quijote y Sancho, de 1905. Siendo muy conocido por sus comentaristas, en él se afirma que Don Quijote –y Don Quijote representa lo humano– es un hidalgo, es decir, es hijo de algo, hijo de sus propias obras. Pero, con dicha conceptualización ¿qué quiso proponer Unamuno? Lo más obvio es pensar, ya que nuestro autor está comentando la obra cervantina, que Don Quijote, tal como cualquier otro hombre, es hijo de sus obras, es decir, que no es hijo de su abolengo o de la herencia que recibió de sus padres y abuelos, sino que es hijo de su trabajo o acción. Hidalgo –o el humano– viene así a expresar la célebre expresión inglesa self made man, que podríamos traducir por el hombre que se hace a sí mismo. Prueba de que esta es la primera interpretación que dicho fragmento del texto unamuniano suscita es la propia interpretación de Armando Zubizarreta, que, en su obra Unamuno en su nivola, escribe contundentemente:
Unamuno recordaba que Cervantes había repetido que el hombre era hijo de sus obras. La persona se fundaba, según el criterio antropológico renacentista, sobre la virtud propia y no sobre el honor medieval. De este último, que había constituido una concepción religiosa de la vida civil, no quedaba el espíritu, sino sólo el aspecto social. El Renacimiento insistirá sobre el carácter íntimo de la virtud como fundamento de la honra del hombre. En España, la constante aventura de luchar por la existencia cotidiana desarrolló un fuerte sentimiento de la personalidad fundada en el valer personal, en las obras. Cada español era, en la vida diaria de la reconquista, «hijo de sus obras.» (Zubizarreta, 1960, p. 201-202).
Sin embargo, esta es, así expresada sin más, una lectura parcialmente equivocada tanto más cuanto que no se encuadra debidamente dentro de la obra y del pensamiento de nuestro autor, que, en cuanto al tema antropológico, debe partir siempre de su ensayo «La dignidad humana», de 1896. Pero, ¿en qué errores podemos incurrir si interpretamos cándidamente dicho fragmento de la obra de 1905 sin encuadrarlo dentro del conjunto de la obra del autor? El primero y más evidente es considerar que Unamuno, en contra del «honor medieval», propone «el criterio antropológico renacentista», fundado en la «virtud propia», o sea, en la «personalidad fundada en el valer personal» que brota de las obras realizadas individualmente. En una palabra, el gran error que conlleva dicha interpretación, que arranca de la afirmación unamuniana de que Don Quijote es hijo de sus propias obras, es considerar que la dignidad humana radica en la creación de obras personales, que es justamente el deseo de la burguesía mercantilista renacentista en contra del honor caballeresco medieval. Pero, ¿será esa la pretensión de millones de esclavos o de asalariados mal pagados por cuatro millonarios, para utilizar la propia imagen unamuniana que analizaremos más adelante?
Aquí radica el fondo de la cuestión. Es que la afirmación renacentista del self made man anclada en la expresión cervantina de que el hidalgo es el hijo de sus propias obras, habiéndose constituido en el Renacimiento como un valor máximo en contra del privilegio del nacimiento en una sociedad estructurada por clases bien determinadas, dentro de la cual los miembros del pueblo no podían acceder directamente a la clase de la nobleza, demuestra únicamente el deseo de statu quo de los burgueses que se quieren afirmar como hijos de su trabajo. Sin embargo, la época de Unamuno es otra. Es la época que sigue a la Revolución Industrial, en la cual el pueblo es masacrado y explotado por los burgueses mercantilistas. Y, si esto es así, no constituye, como es obvio, la pretensión de Unamuno el afirmar sin más que el hombre nace de sus propias obras, ya que de esta forma justificaba la estructura de clases de entonces, dejando a los trabajadores sin derecho a su dignidad como personas.
Asimismo, en una primera instancia, no es el criterio renacentista de la persona lo que Unamuno procura en la sentencia cervantina. Lo que Unamuno desea más que nadie es afirmar el valor absoluto del hombre más allá de su capacidad de producción. Estamos, por lo tanto, aparentemente en las antípodas del self made man. Para Unamuno, todo hombre es persona, esta es su tesis, y en cuanto persona tiene derecho a una vida digna y a un jornal que le permita vivir fuera de los límites de la pobreza. Determinado lo que Unamuno defiende –el valor absoluto del hombre– cabe preguntar, ahora, la razón por la cual publicó en 1905 su obra La vida de Don Quijote y Sancho, que es un comentario intencionado de la obra cervantina y que aparentemente justifica y legitima el criterio antropológico renacentista. ¿Qué querrá don Miguel afirmar al apropiarse de la sentencia cervantina de que don Quijote –o el humano– es hijo de sus propias obras?
Ya nos hemos referido al ensayo unamuniano «La dignidad humana», de 1896, y eso no fue fortuito ni casual. Y no lo fue, porque dicho ensayo se ubica dentro de la etapa socialista (1890-1897) (Rivero Gómez, 2008, p. 165-179) del primer Unamuno (1884-1897) (Morón Arroyo, 1997, p. 11), del Unamuno hasta su crisis espiritual del 97[2]. No nos extraña, pues, que el Unamuno socialista defendiese los derechos inalienables de los trabajadores en contra de la clase burguesa. Pero, si es el hombre como valor absoluto, como persona, lo que Unamuno pretende afirmar, ¿cómo interpretar la sentencia de que Don Quijote o el humano es hijo de sus obras?
Es precisamente en la respuesta a este interrogante donde radica la justificación de la segunda parte del presente estudio, esto es, en la unión entre la concepción de la persona y del trabajo en el autor. Lo primero que nos cumple afirmar es que la interpretación del self made man en Unamuno está desvinculada de su dimensión material, o sea, que la sentencia el hombre que se hace a sí mismo no expresa el deseo de enriquecimiento personal o familiar ni la subida en el estatus social. Pero, si no es eso lo que expresa, ¿qué expresará, entonces? Expresa, afirmémoslo, el deseo de que el hombre se haga a sí mismo, como un ser único e insustituible, es decir, que se haga una persona. Y si esto es así, el self made man, dejando de interpretarse a partir de la concepción materialista de la historia, que Unamuno vincula a los nombres de Marx y Freud (Unamuno, 1968c, p. 714), asume la concepción personalista de la misma como su ámbito propio de realización. El hombre que se hace a sí mismo no viene a significar, pues, aquel que deja de ser obrero para hacerse capitalista, sino el que con su trabajo hace la esencia o, si se quiere, la existencia, de su propia persona. Y es precisamente en este sentido que los oficios, el trabajo o las obras personales adquieren un papel antropológico por excelencia, ya que permiten la formación de la ipseidad de la personas, que, como veremos, ha de anclarse en la tradición espiritual del propio país, que Unamuno denomina sugestivamente con el concepto de intrahistoria. Lo cual significa que las obras que han de edificar la persona de cada hombre han de tener un fuerte color patrio – Volksgeist – y estar llenas, por ende, de contenido moral, en la medida en que el espíritu del pueblo español está modelado por el cristianismo popular.
1. El hombre y su valor absoluto
(1) Aquí hay ahora movimiento obrero, estamos en estado de sitio. Estos señoritos burgueses que se emborrachan en el Suizo no dejan de hacer epigramas contra los pobres obreros porque concurren a la taberna. Usted sabe lo que son las minas, cuatro millonarios explotando vilmente a un rebaño de esclavos. Todo el mundo (menos los dueños) clama por los mineros, víctimas de una explotación inicua. (Pereda, 1995, p. 62).
(2) En último análisis se reduce todo a adquirir valor de cambio en el mercado para tener más salida en él. Éste es el foco del mandarinismo científico y literario, la causa de la llamada enfermedad del siglo. Y todo ello son consecuencias del proceso económico capitalístico [sic] actual, en que la vida de los unos es un mero medio para la conservación y disfrute de la vida de otros. (Unamuno, 1966, p. 974).
Si se tiene en consideración el primer capítulo de su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, donde Unamuno de la mano de Kant sustrae al hombre de toda concepción o principio económico que lo identifique como un simple medio, definiéndolo a priori como un fin en sí mismo (Unamuno, 1969b, p. 115), pronto se nos hará patente su toma de posición con relación al tema de las relaciones de clase, que ha animado su reflexión filosófica a partir de la última década del siglo XIX. Dicha toma de posición empezó a dibujarse a partir de 1890 con su acercamiento al socialismo[3], adquiriendo su pleno desarrollo teórico-conceptual en el año de 1896, cuando el autor publicó en la revista Ciencia Social, de Barcelona, el ensayo que tituló sugestivamente «La dignidad humana». En este aspecto, la contundencia del título nos parece por de pronto muy significativa, sobre todo, cuando se pretende valorar la propuesta unamuniana, que, como es bien sabido, tiene como trasfondo la explotación de la clase obrera, que ocurría en Bilbao, en el período finisecular. A este propósito cabría subrayar, si se considera su obra La agonía del cristianismo, de 1924, que, para nuestro autor, dicha explotación radicaba más en la incapacidad del proletariado de defenderse de los patronos que en la imposición económica y social que los patronos ejercían sobre sus asalariados. Por ello, en este aspecto, como demuestra la mencionada obra, hay un claro alejamiento de Unamuno con respecto al principio hobbesiano homo homini lupus, ya que, al acercarse al axioma homo homini agnus, creía que, en la dialéctica señor-esclavo, la culpa de la servidumbre radicaba más bien en los asalariados (Unamuno, 1969b, p. 314). Aquí la afirmación unamuniana de que «no fué el tirano el que hizo el esclavo, sino a la inversa», ya que «fué […] [el esclavo] que se ofreció a llevar a cuestas a su hermano», no tiene desperdicio (Unamuno, 1969b, p. 314). Y no lo tiene, porque nuestro autor, al afirmarlo, en el año 1924, corroboró su posición socialista que comenzó en 1890 y que defendía que los trabajadores deberían asociarse y hacer huelgas, con vistas a mejorar sus condiciones de vida. En lo que concierne al tema, no es demasiado afirmar que Unamuno, a lo largo de su recorrido intelectual, llegó a defender la intromisión del Estado en las relaciones socioeconómicas entre los trabajadores y sus patronos, ya que de otra forma los trabajadores no podían defenderse de los abusos de la clase burguesa.
Como es bien manifiesto, pese a la veracidad de las mencionadas tesis unamunianas, hay una consideración que es necesario hacerse, y es esta: es tan verdadero el axioma homo homini agnus como el homo homini lupus. Afirmar como Unamuno afirma que la culpa de la servidumbre de los obreros radica en ellos mismos y no en los patronos no es del todo correcto. Se comprende que Unamuno exhorte a la lucha de clases, a las asociaciones obreras y a las huelgas como forma de combatir la explotación capitalista. Pero hay que luchar por el derecho al trabajo digno y dignificante porque el principio hobbesiano de que el hombre es un lobo para el hombre es una constante en la sociedad como una secuela del conatus essendi de Spinoza[4] y de la struggle for life de Darwin, que implican la activación de los instintos de conservación, de perpetuación y de invasión. Y es precisamente el instinto de invasión que lleva al patrono a explotar vilmente a sus asalariados contra lo que hay que luchar. O dicho en otras palabras: solo hay corderos porque hay lobos, y como en la ley de la lucha por la vida los lobos están más adaptados a sobrevivir que los corderos, a los asalariados no les cabe sino asociarse para poder subsistir en el proceso económico. E interpretado de esta forma el pensamiento de nuestro autor su validez es absoluta.
En una época en que la explotación de la clase obrera, en cuanto expresión máxima de la Revolución Industrial, ya se hacía sentir en las ciudades más industrializadas de España, sobre todo las que mantenían estrechas relaciones comerciales con Inglaterra, Unamuno reaccionó en contra de dicha realidad, proponiéndose comentar la distinción teórico-conceptual que media entre las nociones de valor de uso y de valor de cambio (Unamuno, 1966, p. 971). En lo que concierne al tema, su afirmación de que “la […] conocida distinción económica entre valor de uso y valor de cambio [se encuentra] […] en esferas que no son propiamente económicas y contribuye a degradar la moral y el arte” (Unamuno, 1966, p. 971) pone bien de relieve su distanciamiento hacia la forma como ambas nociones eran interpretadas en su época. Pero, ¿qué veía Unamuno de equivocado en ambas nociones? Pedimos al lector que no pierda el sentido del interrogante, ya que al mismo intentaremos contestar a lo largo de este primer apartado.
Para el rector salmantino, el valor de uso se refería a «la utilidad intrínseca de [una determinada] cosa», mientras que el valor de cambio, directamente relacionado con la «ley [general] de la oferta y la demanda», se relaciona con el valor que una determinada cosa adquiere en el mercado (Unamuno, 1966, p. 971). Unamuno, al proponer dicha distinción, como pone de relieve Ereño Altuna, terminó por acercarse teóricamente a Ruskin (Unamuno, 1966, p. 971), que defendía que la economía mercantil debería ser sustituida por una economía social, de tal forma que las cosas no quedasen reducidas “a su valor de cambio sino a su capacidad para sostener e intensificar la vida humana.” (Ereño Altuna, 2008, p. 115-116). Dicha propuesta es tanto más significativa cuanto que minimiza la noción de valor de cambio y desvincula la vida humana, así como su dignidad, del materialismo mercantilista. Unamuno no pudo ser más explícito a este respecto cuando afirmó contundentemente que “la estimación del mero valor de cambio aplicada al trabajo humano, y al hombre mismo […] convertido en mera mercancía, es el carácter más odioso del régimen económico social que padecemos.” (Unamuno, 1966, p. 971-972). Y no pudo ser más explícito –decíamos –, porque, al oponerse al capitalismo mercantilista industrial, se propuso defender y ensalzar la extrema dignidad de la naturaleza humana, que, en ningún momento, puede confundirse con una «mera mercancía» o como un odioso medio para algo.
Ahora bien, fue precisamente en contra de este error que Unamuno se rebeló, afirmando que la dignidad humana, es decir, la dignidad de cada hombre, no se mide ni por su capacidad de producir bienes de consumo ni por su posicionamiento en la escala social (Unamuno, 1966, p. 972), sino por su propia naturaleza. O sea, para Unamuno, la dignidad humana no deriva de la capacidad de crear riqueza, sino que es intrínseca y connatural a la propia naturaleza humana. En este aspecto, se percibe un claro acercamiento de Unamuno hacia los ideales humanistas que irrumpieron con la Revolución francesa y con la Ilustración, cristalizándose de forma definitiva en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada y proclamada en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, así como hacia el propio pensamiento judaico-cristiano –uno de los hilos culturales que tejen y entretejen el espíritu de los pueblos occidentales– y que hace derivar la dignidad humana del hecho de que el hombre sea una criatura divina hermanada en Cristo. No nos extraña, pues, que Unamuno haya afirmado que existen muy pocas diferencias entre todos los individuos, puesto que todos los hombres comulgan, en su propia esencia, de la misma naturaleza divina o, si se quiere, de la misma humanidad, que reduce hasta la superficialidad todas las diferencias contingentes, esto es, las diferencias que van del humilde al genio o del pobre al rico.
Si se pudiera apreciar la diferencia que hay entre los individuos humanos, tomando cual unidad de medida el valor absoluto del hombre, se vería, de seguro, que la tal diferencia nunca pasaría de una pequeña fracción. […] Así como no apreciamos el valor del aire, o el de la salud, hasta que nos hallamos en un ahogo o enfermos, así al hacer aprecio de una persona olvidamos con frecuencia el suelo firme de nuestro ser, lo que todos tenemos de común, la humanidad, la verdadera humanidad, la cualidad de ser hombres, y aun la de ser animales y ser cosas. Entre la nada y el hombre más humilde, la diferencia es infinita; entre éste y el genio, mucho menor de lo que una naturalísima ilusión nos hace creer. (Unamuno, 1966, p. 972).
Para Unamuno, el concepto de valor de cambio, en su acepción meramente económica, tiene como consecuencia más nefasta la pérdida de la dignidad humana. El planteamiento del autor es bastante sencillo: el mercantilismo económico capitalista, al no aceptar el valor absoluto del hombre y de su trabajo, termina por crear una escala a partir de la cual pretende fijarse la dignidad humana. Desde este supuesto teórico, el trabajador que no supere aquel presunto punto a partir del cual se otorga la dignidad humana, termina siendo rechazado, acabando por morirse de hambre, ya que, como afirma Unamuno, “el proceso capitalístico […], despreciando el valor absoluto del trabajo, y con él el del hombre, ha creado enormes diferencias en su justipreciación.” (Unamuno, 1966, p. 973). En los cimientos de dicha reflexión juegan un papel decisivo dos conceptos: el de valor absoluto y el de valor relativo del hombre. Ante dicha opción ideológica, Unamuno se acercó decididamente a la concepción que afirma el valor absoluto del hombre, en la medida en que lo concibe independientemente de su capacidad de producción o de su capacidad de crear riqueza.
Como fruto natural y maduro de concepción semejante, y de las que de ella fluyen, ha venido un oscurecimiento de la idea y el sentimiento de la dignidad humana. No basta ser hombre, un hombre completo, entero, es preciso distinguirse, hay que subir lo más alto posible del cero de la escala y subir de cualquier modo, hay que adquirir valor social de cambio. Y en esta encarnizada lucha por lograr la altura de cualquier modo que sea y apoyándonos en ajenas espaldas, no es el amor a la altura, sino el terror al abismo lo que nos impele, es la visión pavorosa del mundo de la degradación y la miseria. No se aspira a la gloria cuando se tiembla ante el infierno, y el infierno moderno es la pobreza. (Unamuno, 1966, p. 973-974).
Cabría subrayar también que la cuestión de la mejoría de las condiciones de vida, tal como Unamuno la planteó y desarrolló durante su primer período de formación intelectual, supone la afirmación de un aspecto fundamental que nos cabe, todavía, considerar. Nos referimos, en concreto, al tema del derecho al consumo. Para el catedrático de Salamanca, es el consumo el que determina la producción y no esta a aquel. De este modo, consideró que los derechos al trabajo y a los medios de producción están directamente subordinados a dicho derecho, ya que la instrucción y las necesidades cotidianas aumentan en la medida que el consumo aumenta (Unamuno, 1966, p. 976). Asimismo, defender el derecho al consumo es defender todos los derechos humanos, incluso el aumento del jornal. No nos extraña, pues, que Unamuno defienda el derecho al consumo, ya que consideraba que las condiciones de vida mejorarían en directa proporción con el aumento de dicho derecho.
La tesis de Unamuno nos parece sencilla. Entre los conceptos económicos de producción y consumo se inclina hacia el segundo, afirmando que este es la causa eficiente y final de la producción, ya que no se produce para producir, sino para consumir lo que se produce. Es justamente por ello que en su ensayo «La dignidad humana» escribe con una clarividencia inaudita: “¡Tanto hablar de derecho al trabajo y derecho a los medios de producción y tan poco de derecho al consumo, que es la raíz y fundamento verdadero y real de aquellos otros derechos!” (Unamuno, 1966, p. 976). Aquí, la afirmación de que el derecho al consumo es fundamento de todos los demás derechos humanos es decisiva, ya que en sus propias palabras la vida, que se mantiene con dicho derecho, es un fin en sí misma; es, en su expresión, autoteleológica. Sin embargo, debemos igualmente afirmar que, siendo lo antedicho incuestionable en cuanto a su verdad económica, no deja de ser igualmente cierto que “la vida es consumo, tanto como producción.” (Unamuno, 1966, p. 976). Y es el propio Unamuno quien lo afirma, aunque no saque las consecuencias filosóficas, políticas y económicas de dicho hecho a raíz de su adhesión al socialismo. Lo que Unamuno debería afirmar es que el hombre es tanto productor – homo faber – como consumidor: es productor porque produce incesantemente nuevos inventos, porque desea constantemente superarse, tanto en la industria como en el arte y en la cultura; y es consumidor porque el deseo de producir tiene como finalidad el placer de consumir sus propios productos. Sin embargo, dentro del proceso económico, activado el derecho a la producción con la economía capitalista es necesario afirmar con igual intensidad el derecho al consumo, ya que, si los trabajadores no tienen un jornal que les permita consumir productos de segunda y tercera necesidad, el desarrollo económico queda interrumpido por falta de consumo. Lo que equivale a decir que la economía solo se mantiene a partir del juego de fuerzas que se mantiene entre el patrono/productor y el proletariado/consumidor, siendo cierto, como Unamuno lo vio tan agudamente, que la defensa del derecho al consumo es en último término una defensa del derecho a la producción, porque nadie invertirá tiempo y dinero, por ejemplo, en una fábrica de zapatos si nadie los va a comprar por falta de dinero. Y en este aspecto Unamuno tiene absoluta razón.
En definitiva, dos son los postulados antropológicos y políticos del autor. El primero es el que se refiere a la exigencia de que la dignidad humana sea concebida como algo intrínseco a la propia naturaleza de cada hombre concreto de carne y hueso, es decir, que sea considerada como un valor absoluto de la humanidad, de tal forma que no sea un reflejo de un mero valor de cambio, ya que, de otro modo, acabaría por ser negada a quienes no pudiesen satisfacer un porcentaje predefinido de producción. Y el segundo es el que se vincula con el aumento de las condiciones de vida de cada ciudadano, que debería ser defendido a partir del derecho al consumo, ya que este está en la base de todos los derechos, concretamente de los derechos al trabajo, a la salud y a la instrucción. Para Unamuno, la dignidad humana no puede medirse a partir del concepto de valor de cambio, ya que, en la línea de Kant, consideraba al hombre como un fin en sí mismo. Asimismo, y utilizando sus propias palabras, “el primer deber del hombre no es diferenciarse, es ser hombre pleno, íntegro, capaz de consumir los más de los más diversos elementos que un ámbito diferenciado le ofrece.” (Unamuno, 1966, p. 977). Pero, si el primer deber del hombre, en cuanto hombre pleno e íntegro, es consumir para satisfacer sus necesidades humanas, el segundo deber del hombre, ahora, en cuanto productor, «es estimar su obra más grande que él mismo y buscar con ella, no distinguirse, sino la mayor satisfacción del mayor número de prójimos, la intensificación mayor de la vida propia y del mayor número posible de vidas ajenas.» (Unamuno, 1966, p. 976-977). Pues bien, Unamuno, al afirmarlo, desvincula intencionadamente la economía y los medios de producción del deseo de obtener riqueza material, para interpretarla como condición de la formación de la persona humana, lo que implica la sustitución de una economía capitalista por una economía social o humana. Aquí, las afirmaciones unamunianas de que «el primer deber del hombre no es diferenciarse», no es «distinguirse», sino «ser hombre pleno e íntegro» no tienen desperdicio. Y no lo tienen, porque lo fundamental en Unamuno es el humano y no el capital. Lo cual quiere decir que, para don Miguel, en el centro de la historia no debe estar el capital, sino el hombre y sus necesidades: dentro de las cuales se destacan las de producir y consumir.
2. El trabajo y su valor social y humano: “Cuando se ve el fin social de lo que se trabaja, aparte de la recompensa que por ello se recibe, se encuentra otra más íntima recompensa en el trabajo mismo. El trabajo socialmente útil es, como la virtud, premio de sí mismo.” (Unamuno, 1971, p. 134).
Siendo el hombre un valor absoluto independiente de los modos de producción, cabe saber, ahora, cómo interpretar la función del trabajo dentro de la antropología política de nuestro autor.
Si hay algo en contra de lo cual se dirigió la crítica de Unamuno ese algo fue sin duda la interpretación que el pueblo hacía de la división del trabajo propuesta por E. Durkheim, en su obra De la division du travail social (Unamuno, 1966, p. 975). Con ello, no queremos afirmar que Unamuno estuviese en contra de la división propuesta por dicho sociólogo francés, lo que queremos sostener es que nuestro autor estaba en contra de su interpretación simplista, la que pululaba en la vox populi finisecular. Las razones de dicha toma de posición son fundamentalmente dos: en primer lugar, el hecho de que la división del trabajo suponga como contrapunto un movimiento integrador que unifique dicha diferenciación (Unamuno, 1966, p. 975-976); y, después, el hecho de que la ausencia de dicho movimiento integrador tienda a transformar al obrero en un puro autómata sin el conocimiento de la finalidad de su trabajo. Ahora bien, fue precisamente este automatismo o mecanicismo laboral, que lleva al hombre a perder el sentido, la consciencia y la finalidad de su trabajo, al que Unamuno se opuso, como lo demuestra el discurso que pronunció en la Escuela Superior de Ingeniería Industrial, de Béjar, en el acto de apertura del curso 1903-04.
De tanto clamar por la práctica, no caigamos tampoco en la chinería del maquinismo, porque es ahora, en que las condiciones del trabajo moderno hacen del obrero un esclavo de la máquina, sin iniciativa en su labor, cuando más falta hace que cobre conciencia de su trabajo y sepa cómo lo hace y para qué lo hace, conozca el valor social de su trabajo. (Unamuno, 1971, p. 134).
Para Unamuno, todo trabajo tiene o, por lo menos, debería tener una finalidad y una utilidad social. Por ello, creyó que todo trabajador debería conocer y ser consciente del valor social de su trabajo. En este aspecto de su pensamiento, se percibe una vez más lo esencial del postulado político de nuestro autor, que supone una lucha por la conciencia (Unamuno, 1968c, p. 939). Sin embargo, a dicha lucha por la conciencia, y a partir de la misma, habrá que añadir, también, los conceptos de finalidad y de utilidad social del trabajo, ya que, en los mismos, el rector salmantino creyó hallar los cimientos de las relaciones sociales. De este modo, si se tiene en consideración la conferencia que pronunció en el Círculo Mercantil de Málaga, el 22 de agosto de 1906, cada trabajador debería ejercer su oficio de tal forma que el mismo pudiese aumentar el bienestar de sus semejantes (Unamuno, 1971, p. 201-202). Aquí, su ensayo «De la vocación», publicado seis años antes, en el año 1900, nos parece más que decisivo a la hora de determinar lo esencial de su propuesta sociopolítica, ya que percibe el progreso social a partir de la noción de intrahistoria. Con dicha identificación, Unamuno acabó por determinar el fondo ontoaxiológico de su concepción social a partir de elementos que animan la primera etapa de su formación intelectual (1884-1897) (Unamuno, 1968c, p. 938). Lo que es lo mismo que decir que el progreso social supone la actualización de la realidad espiritual de cada pueblo, la de talante ético-normativo, en la acción laboral de cada trabajador. Prueba de ello es el hecho de que Unamuno, refiriéndose al trabajo, después de preguntarse «¿y esto para qué sirve?, ¿qué utilidad social reporta?, ¿a qué conduce?» afirme contundentemente «cuando algo se estableció, se estableció para algo»; añadiendo de inmediato dónde debe hallarse el telos del progreso y de la producción humana: «Si crees dar con la raíz de la tradición, remózala, sácala a flor de tierra más jugosa, riégala a tu manera y harás progresar a la tradición.» Es dentro de este marco teórico-conceptual en el que el trabajo reposa antropológica y axiológicamente en la tradición espiritual de cada país (Volksgeist = intrahistoria), que don Miguel en su conferencia del 22 de agosto de 1906, refiriéndose a un zapatero místico alemán, escribió tan elocuentemente:
Se cuenta de un famoso zapatero y místico alemán una respuesta llena de espíritu. Y no os sorprenda que se dedicara al misticismo, y por cierto con grandísima profundidad de pensamiento, un zapatero, pues acaso el vivir del trabajo de sus manos le favorecía para ello impidiéndole hacer profesión de sus especulaciones, como Espinoza ganándose su pan puliendo lentes, no tuvo que hacer de su filosofía oficio. Preguntaba, pues, un sujeto a nuestro zapatero cómo habría de rezar, y le preguntó éste: «¿Tú qué eres?». «Carpintero», respondió el otro, y entonces el zapatero: «Pues bien, tu manera mejor de rezar debe ser hacer bien las mesas, poniendo la mira no en la ganancia que de hacerlas saques, sino en hacerlas de tal modo que, evitando molestias a los que las hayan de usar, les impidan ponerse en ocasiones de ofender a Dios. Y tal es la manera de cómo yo debo hacer los zapatos –proseguía–, de modo que, no hiriendo los pies de los que los usen, no les distraigan, ni les muevan a impaciencia». Y así os digo yo ahora: en todo trabajo y todo negocio cabe hacerlo a la mayor gloria de Dios, ¡puesta la mira en su alcance social! (Unamuno, 1971, p. 201-202).
Como es bien manifiesto, dicha metáfora del zapatero vinculada a los oficios pone de relieve que el trabajo debe estar dirigido a ayudar al prójimo. Y en esto reposa en la tradición espiritual española que, animada por el cristianismo popular, ve en la ayuda al hermano en espíritu el eco máximo de la moralidad humana. Pero más curiosa y sugestiva es la descripción de esta misma metáfora en su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913. En dicha obra, Unamuno describe dicha metáfora con significados sugestivamente diferentes, siendo el mayor de ellos la ayuda al prójimo como condición de posibilidad de formación de la persona de cada obrero, que es llamado a inmortalizarse en el ejercicio de su profesión en la memoria de sus feligreses. Pero, siendo este el significado más importante que Unamuno añadió a dicha metáfora, no es el único. Para el rector salmantino, cualquier profesión o actividad, en el caso concreto la zapatería, puede hacerse por tres razones distintas: por motivos puramente económicos, «para conservar su clientela»; por motivos de reconocimiento social, «[para ser] el mejor zapatero de la ciudad»; y por motivos religiosos, “[para] hacerse […] único e insustituible”. Como es fácilmente verificable, la versión de 1913 presenta una jerarquía de los motivos que llevan a obrar a los que ejercen las demás profesiones. De los motivos meramente económicos vinculados a la subsistencia personal, pasando por los motivos estéticos del renombre y la fama, hasta los motivos ético-religiosos de constitución de la persona del obrero –única e insustituible– a partir de la gratuidad del darse a su semejante, hay diferencias muy obvias de los motivos que llevan a cada obrero a obrar. Siendo la última la más significativa para el tema que estamos analizando, nos cumple afirmar, a partir de la lectura de las dos metáforas, que el trabajo, a juicio de Unamuno, tiene dos utilidades: (1) la ayuda a los semejantes o hermanos en espíritu, si queremos utilizar la terminología cristiana, y (2) la posibilidad de la constitución de la propia persona del obrero. Los oficios dejan así de tener una dimensión meramente material o económica para, trascendiéndola, obtener una dimensión netamente espiritual o religiosa. La concepción unamuniana del trabajo no es, pues, odiosamente capitalista, sino de fuerte acento espiritual y religioso. He aquí la versión de 1913:
Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el amor propio del oficio, y por pique o pundonor se esfuerza en pasar por el mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más clientela ni más ganancia, y sí sólo más renombre y prestigio. Pero hay otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de la zapatería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero único e insustituible, el que de tal modo les haga el calzado, que tengan que echarle de menos cuando se les muera –«se les muera», y no sólo «se muera»–, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debía haberse muerto, y esto sí porque les hizo calzado pensando en ahorrarles toda molestia y que no fuese el cuidado de los pies lo que les impidiera vagar a la contemplación de las más altas verdades; les hizo el calzado por amor a ellos y por amor a Dios en ellos: se lo hizo por religiosidad. (Unamuno, 1969b, p. 270).
La cuestión social del trabajo no es, pues, si se tiene en consideración lo antedicho, una cuestión de reparto de riquezas sino de vocaciones. Dicha toma de posición puede hallarse a lo largo de la extensa obra del autor como lo pone de relieve, por ejemplo, su Diario íntimo, de 1902, y la carta que Unamuno dirigió a Carlos Vaz Ferreira el 3 de enero de 1919. Si, en su texto de 1902, Unamuno se cuestionó acerca de la finalidad del trabajo, afirmando que el trabajo por el trabajo mismo no conduce a nada y que debe ser concebido siempre como la conditio sine qua non de la formación de la propia persona humana (Unamuno, 1970, p. 796); diecisiete años después, en su misiva de 1919, reiteró dicha toma de posición, considerando que el “reparto de vocaciones” era la base del “problema social.” (Unamuno, 1996, p. 440). Fue dentro de esta línea de pensamiento, que considera el trabajo desde un enfoque vocacional, que Unamuno quiso conceptualizar sus nociones de libertad y esclavitud (Unamuno, 1996, p. 441). Para Unamuno, el hombre libre es todo el que conoce la utilidad social de su trabajo y el esclavo el que hace algo a sabiendas de que ese algo puede ser dañino o inútil para la sociedad. No extraña, pues, que el rector salmantino, basándose en Epicteto, afirmase que muchos esclavos, en la Antigüedad griega, se han sentido libres porque tenían conocimiento del valor de su trabajo.
Cabría subrayar para finalizar este artículo que, en su ensayo Arabescos IV, de 1913, Unamuno planteó de nuevo el problema del trabajo. Pero, ahora, lo hizo a partir de las nociones de castigo y de juego (Unamuno, 1969b, p. 549). Al rechazar la segunda concepción, que consideraba como una expresión mayor de la joie de vivre, de origen transpirenaico, se acercó conscientemente a la concepción bíblica del trabajo, que, por lo demás, animó el krausismo español durante el último tercio del siglo XIX. A partir de dicho acercamiento, terminó por considerar el trabajo tanto como un castigo cuanto como un derecho. Para Unamuno, el trabajo debería ser considerado como un castigo al cual todos los hombres deberían tener derecho, ya que solo a través del mismo cada hombre podría formar e, incluso, salvar su alma. En este acercamiento a la concepción bíblica del trabajo se denota el existencialismo de nuestro autor, que, aceptando la tesis krausista de lo mismo, reafirma su posición fundamental que percibe en el trabajo la salvación de cada persona.
¿No ha oído usted hablar nunca del derecho al castigo? Pues esta doctrina es algo que se llevaba allá en los tiempos del ingenuo krausismo españolizado. Doctrina de fondo místico –¡ya salió el coco!– como tantas otras de aquel generoso krausismo que, si llegó a prender algo en nuestra tierra espiritual de España, fué precisamente por las raíces religiosas, pietistas, místicas que traía consigo. Todo aquel panteísmo y toda aquella visión en Dios no cuadraba del todo mal con nuestro catolicismo radical. (Unamuno, 1969b, p. 548).
En definitiva, dos son los postulados antropológicos y políticos de Unamuno. El primero es el que se refiere al rechazo de la división social del trabajo, ya que a su juicio la misma impedía que los trabajadores comprendiesen el valor social de su trabajo, transformándose, por ello, en unos meros autómatas o en unas meras máquinas de producción. Y el segundo es el que se relaciona con su lectura ético-religiosa de la sociedad, que exige que el hombre, en cuanto individuo, vea en su trabajo la conditio sine qua non de la formación de su propia persona. Por lo demás, en Unamuno, la importancia del trabajo se refleja en dos dimensiones: en la social, ya que a través del mismo el hombre contribuye al progreso social de su país; y en la individual, ya que permite la formación de la persona humana. Asimismo, el trabajo en Unamuno se concibe fuera de su dimensión económica o material para ser pensado desde una perspectiva ético-religiosa, donde el concepto de vocación y ayuda al prójimo maximiza dicha dimensión espiritual. Lo que cabe preguntar es si es posible rechazar la dimensión material o económica del trabajo. Lo primero que hay que afirmar es que en cuanto la sociedad esté estructurada económicamente en torno a la fuerza de trabajo no hay cómo huir de la dimensión material del mismo, que se cimenta en la necesidad de asegurar la subsistencia material. Y, enfocado el problema en estos términos, los ejemplos de la segunda versión de la metáfora unamuniana, la de 1913, que Unamuno presenta de forma jerárquica, no pueden ser leídos de forma disyuntiva, sino de forma copulativa. Otra será su lectura dentro de una sociedad que prescindiese de la fuerza del trabajo, en que la robotización liberase al hombre de buscar – con su trabajo – su subsistencia personal. En tal caso, ojalá llegue a concretarse pronto, el trabajo humano, ya no vinculado con los oficios sino con la investigación, con el arte y el deporte, podría asumir, o bien el deseo de renombre y fama como motor de la acción humana, y en tal caso se desarrollaría en un plano egoísta, o bien el deseo de ayuda al prójimo como pura gratuidad u ofrecimiento al hermano en humanidad, y en tal caso se desarrollaría, inversamente, en un plano netamente altruista. Pero, más que intentar vislumbrar o imaginar lo que el futuro nos reserva, lo que importa es la concepción unamuniana del trabajo, que, como hemos observado, aporta significaciones muy importantes a la hora de concebir una profesión más allá del mero registro material o económico, que, por lo demás, activado sin un algo más, es muy empobrecedor a nivel humano. Y en este punto las reflexiones unamunianas pueden tener algo que decir en el actual mundo capitalista donde el hombre y el trabajo son reducidos a meros números, cosas o mercancías.
Conclusiones
Por algo se leen los clásicos. Sin embargo, su lectura no nos servirá seguro para pasar el rato, ya que la misma exige esfuerzo y el rato –ése– se desea placentero. Pero, aunque los clásicos no nos sirvan para devaneos ni distracciones, tienen la suma utilidad de acercarnos a lo humano de nuestra naturaleza, permitiéndonos contestar a la gigantesca pregunta: ¿qué es el hombre?
En este artículo, siéndonos imposible contestar en todos los sentidos a la pregunta antropológica por excelencia de la mano de Miguel de Unamuno, hemos intentado por lo menos delinear los puntos clave de su lucha en contra del capitalismo, definiendo el hombre como un valor absoluto a priori y el trabajo como forma axiológica de desarrollo de la naturaleza humana.
Y, si hay sinceridad hermenéutica, estamos forzados a admitir que los problemas a los que se enfrentaba Unamuno en su época son en todo similares a los problemas a los que nos enfrentamos en la nuestra. Hoy más que ayer el hombre es concebido como si de un mero medio se tratase. La dignidad humana, por más descabellado que pueda parecer, semeja estar indisolublemente vinculada a la capacidad de crear riqueza. Y eso no es fortuito ni casual, ya que, en nuestra conturbada época, el criterio antropológico renacentista, el del self made man, el de los burgueses, está enraizado en la consciencia de las personas, constituyendo su forma inconsciente de pensar. Y, claro, siendo la muerte tabú y, con ella, las enfermedades que se procuran ocultar a toda costa, no puede sentirse el valor absoluto de la persona, viéndose esta reducida a un mero número de producción. Y lo que es más perturbador es que todos parecen aceptar las reglas del juego económico capitalista.
¿Será que la concepción materialista de la historia ha venido para quedarse? O dicho en otros términos: ¿será que los que ven la persona en el centro de la historia no han de ser más que unos soñadores o unos inconscientes utopistas?[5]
En algo estaremos todos de acuerdo, el futuro es lo absolutamente indefinido e imprevisible y, por ello, no lo podemos conocer con anticipación. Pero la robotización de la economía, aliada a la concentración de la riqueza en un porcentaje mínimo de personas en todo el mundo, hará que el desempleo y el trabajo mal pagado aumenten, a consecuencia de la creciente incapacidad de defender el derecho al consumo dentro de un mundo geopolítico y económico con diferencias tan evidentes e insalvables. La deslocalización de la industria hacia los países orientales constituyó el primer paso de la globalización. Y la crisis de las deudas soberanas, de las empresas y de las familias, en nuestro mundo occidental, la consecuencia inevitable. Y claro, sin consumidores –los occidentales– no hay productores –orientales–. Y en esto la reflexión unamuniana es intachable. Caminamos hacia un desastre, hacia el bloqueo de la economía mundial, que no se corrige con la solución de las desigualdades de los bloques geopolíticos y económicos, ya que el gran problema radicará en la desaparición de la fuerza de trabajo como motor de la economía.
El hombre, creado a la imagen y semejanza de su Dios, desea ser también creador y crear un androide a su imagen y semejanza, que lo sustituirá. ¿Qué sucederá, entonces, en un mundo en que la producción la realizarán los robots y la venta de los productos la harán bellos androides? ¿Será –planteemos la hipótesis– que en ese mundo nuevo todo hombre será considerado como una persona con igual valor? ¿Será que la dignidad humana la dictará nuestra propia naturaleza? Ojalá que así sea, que en ese mundo de creaciones y descubrimientos científicos, de creación cultural y artística y del deporte todos sean considerados hermanos en humanidad y no se discrimine a nadie por su debilidad física o mental. Mientras tanto, en nuestro mundo actual hay que luchar por la dignidad humana de todos los hombres independientemente de su raza o cociente de inteligencia, impidiendo que la capacidad de producción y de crear riqueza establezca dicha dignidad. Defender el derecho al consumo es defender todos los demás derechos. Lo ha dicho Unamuno y lo decimos todos nosotros. Por otro lado, cabe defenderlo también, ya que la defensa del consumidor es al mismo tiempo la defensa del productor.
Por otro lado, concebir el trabajo no como una forma de crear riqueza, al modo capitalista, sino como una forma de ayudar al hermano en humanidad y de que cada ser humano se constituya como un ser único e insustituible es una lucha que a todos nos atañe. No será fácil cambiar mentalidades, pero este reto unamuniano vale la pena recordarlo. Cuando la economía deje de mirar al capital para pasar a mirar a la persona, quizás tengamos todos un mundo más habitable. La palabra economía deriva de las palabras griegas oîkos y némein que significan simultáneamente administración de la casa. Y si esto es así ¿qué regirá una casa: el dinero o las personas? Ante la claridad del interrogante, se percibe que, en términos de concepciones, nuestro más hondo deseo es el de sustituir la concepción materialista de la historia por la concepción personalista de la misma. Sin embargo, y es aquí donde reside el quid de la cuestión, lo humano es dualidad y conflicto, como tan bien lo demostró Unamuno en su En torno al casticismo. Y si lo es, la historia es regida tanto por el capital como por las personas. Y en esto radica la contradicción del humano.
Referencias
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[1] Doctor en Filosofía pela Universidade de Salamanca, Salamanca – Espanha. E-mail: emanuel.ejms.santos@gmail.com
[2] En el año 1897, Unamuno sufre una honda crisis espiritual que señala su acercamiento hacia el tema de la religión y su consecuente alejamiento de los ideales que estructuraron su primera etapa de formación intelectual: el socialismo y el positivismo. Dicha crisis en el autor se debe a la grave enfermedad de su hijo Raimundo, que morirá cinco años después, en el año 1902, y que le hizo comprender que una sociedad perfecta como la soñada por Bebel y Kropotkine no basta para satisfacer en el hombre su anhelo de inmortalidad, el que la muerte le descubre.
[3] A título de curiosidad subrayamos que hay un libro, muy significativo, de María Dolores Gómez Molleda, El socialismo español y los intelectuales, publicado por Ediciones de la Universidad de Salamanca, en 1980, que recoge las cartas del movimiento obrero español a Unamuno. En el mismo, pueden percibirse las relaciones exaltadas que los máximos representantes socialistas mantienen con don Miguel. José Manuel Barros Dias, consciente de este aspecto del pensamiento unamuniano, en su libro Compromissos plenos para a educação dos povos peninsulares, escribe muy agudamente: “Creemos que, cuando Unamuno introduce la hipótesis imposible para los socialistas de Bilbao –y para los socialistas del siglo XIX, en general–, esto es, cuando empieza a plantear el problema de Dios y del mismo habla y escribe para el público, el único camino que puede recoger es el alejamiento del socialismo ortodoxo.” (DIAS, 2002, p. 52).
[4] He aquí cómo Unamuno plantea en su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, la doctrina espinosista del conatus: «Ser un hombre es ser algo concreto, unitario y sustantivo, es ser cosa, res. Y ya sabemos lo que otro hombre, el hombre Benito Spinoza, aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda a mediados del siglo XVII, escribió de toda cosa. La proposición sexta de la parte III de su Ética, dice: unaquaeque res, quantum in se est, in suo perseverare conatur; es decir, cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. Cada cosa, en cuanto es en sí, en cuanto sustancia, ya que, según él, sustancia es id quod in se est et per se concipitur, lo que es por sí y por sí se concibe. Y en la siguiente proposición, la séptima, de la misma parte, añade: conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nihil est praeter ipsius rei actualem essentiam; esto es, el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir. Y la otra proposición que se sigue a estas dos, la octava, dice: conatus quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit; o sea, el esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual.» (UNAMUNO, 1969b, p. 112-113).
[5] En lo que concierne a la posición de Unamuno relativa a la concepción materialista de la historia y a la concepción personalista de la historia, véanse los siguientes documentos: el ensayo “Nicodemo el fariseo”, de 1899; la carta a Carlos Vaz Ferreira, de 1924; el “prólogo” al drama El hermano Juan o El mundo es teatro, de 1929; y el artículo “La consumación de los tiempos”, de 1932.