La vida como bien supremo y el dogma de su sacralidad: Arendt y Benjamin en torno a la modernidad

 

Daniel Michelow [1]

 

Resumen: El presente artículo tiene como objetivo principal relacionar las ideas de Walter Benjamin y de Hannah Arendt respecto de la exacerbación del valor de la vida nuda como elemento central de la Modernidad. Mientras Benjamin habla del dogma de la sacralidad de la vida, la describe Arendt en términos de bien supremo. En ambos casos se hace referencia a un cierto estatus de protección de la vida, que se revela a poco andar como un fenómeno que tiende, más bien, a ejercer una dominación esencial sobre lo vital.

 

Palabras clave: Arendt. Benjamin. Sacralidad. Bien supremo. Vida.

 

Introducción: La solución final en Fuerza de ley

No son pocas las ocasiones en las que se ha intentado mostrar el escrito de Benjamin – Para una crítica de la violencia – como una apología y llamado a la instrumentalización de la violencia con fines políticos, y que por tanto se sumaría a un tipo de discurso muy propio del siglo XX que propugna una forma de relación entre violencia y praxis política en la que ambas se vuelven indistinguibles[2]. Especialmente radical en este sentido es la crítica planteada por J. Derrida hacia Benjamin en su muy comentado ensayo Fuerza de ley. Son variadas las argumentaciones contenidas en esta obra a través de las cuales se intenta demostrar “[…] la terrible ambigüedad ético-política del texto [de Benjamin]” (Derrida, 2008, p. 126). Se intentará en la primera parte de este análisis argumentar que al contrario de lo que plantea Derrida, específicamente en el segundo apartado de su libro, no parece haber indicaciones de que Benjamin pretenda en su escrito llevar a cabo una enrevesada apología de la violencia política. Una que además pudiese ser, en vistas a un cierto tipo de caracterización, entendida como un sustento teórico – a posteriori, como el mismo Derrida nota – para la solución final implementada por el nacional socialismo[3]. Vale decir que, en un giro extravagante, aquello que Benjamin ha tratado bajo el término “violencia divina” estaría en cierto modo emparentado con la aniquilación del pueblo judío como camino necesario para la implantación definitiva del Tercer Reich. Los presupuestos que guían el ensayo de Derrida respecto de la posibilidad de concebir el escrito de Benjamin como una fundación teórica del holocausto o más bien de todo tipo de aniquilación humana absoluta[4] son múltiples y no están siempre acompañados de las debidas aclaraciones, sino que parecen más bien fundarse sobre la asociación apresurada entre el carácter absoluto que confiere la tecnificación de la solución final y la violencia que Benjamin plantea. El francés llega incluso a afirmar que la eliminación de raíz del pueblo judío podría ser comprendida como

[…] una manifestación ininterpretable de la violencia divina en cuanto que esta violencia divina sería a la vez aniquiladora, expiadora y no-sangrienta […], una violencia divina que destruiría el derecho en el curso, y aquí re-cito a Benjamin, de un “proceso no-sangriento que golpea y redime” (Derrida, 2008, p. 149).

 

Derrida pretende demostrar que el carácter final del holocausto sería asimilable a la violencia de Dios sobre Korah y su gente, ya que ambos compartirían el sentido radical del golpe redentor. Si bien es cierto que Benjamin mismo caracteriza la violencia divina como letal, exterminadora e incuentra, queda sin ser aclarado como la solución final podría ser considerada además destructora de derecho (Benjamin, 1998, p. 41), característica central del fenómeno descrito por Benjamin.

La disolución del vínculo entre violencia y derecho que pretende describir Benjamin hace alusión, principalmente, a la desarticulación de un proceso histórico imperante que se ha solidificado de tal manera que no puede ser comprendido más que como ineludible e incuestionable. La implementación del asesinato en masa, tecnificado y absoluto del régimen nazi es, por el contrario, la radicalización del proceso imperante, que se asegura nuevos medios para profundizar el sentido histórico que desde siempre ya ha tenido. Si bien puede parecer tentador asimilar las características de ambas violencias como lo ha hecho Derrida, se vuelve evidente, a poco andar, que el fondo desde el que ambas están planteadas – su radicalidad – difiere esencial e irreconciliablemente.

Otro de los presupuestos llamativos en Nombre de Pila de Benjamin – título de la segunda parte del escrito de Derrida – guarda relación con la supuesta impronta anti-ilustración del escrito, así como contra todos los valores e instituciones que a esta están asociados, situando así a Benjamin en una suerte de ideología política que condena el parlamentarismo y la democracia, pero aún más relevante, en una postura filosófica fundada en una “teoría de la caída” (Derrida, 2008, p. 149), similar a la de Heidegger. La intención de situar a Benjamin en la misma vereda filosófica que a Heidegger – el defensor del régimen, el rector del Führer – es evidente. Al respecto se asevera que el escrito de Benjamin es “[…] crítica de la Aufklärung [ilustración], teoría de la caída y de la autenticidad originaria, polaridad entre lenguaje originario y lenguaje caído, crítica de la representación y de la democracia parlamentaria, etc.” (p. 149). Si bien el ensayo de Benjamin está enmarcado en una crítica a los resultados de la Modernidad ilustrada –para la generación de entreguerras era evidente que la inacción parlamentaria había adquirido un caracter estructural– el salto argumental que atribuye a la totalidad de la obra de Benjamin la construcción de una comprensión de la historia como un proceso de degradación es, por lo menos, apresurado.

Aquel elemento que Derrida trata como “autenticidad originaria”, en directa alusión a Heidegger, es el que entra en evidente contradicción con la temporalidad desde la cual Benjamin plantéa su obra, pues no es posible aseverar que en esta se considere solo aquello que ya ha sido, es decir que está anclado en una cierta originareidad –la del ser, por ejemplo– como un futuro autentico y no vacío. El proyecto de Benjamin, por el contrario, plantea la recuperación de pasados truncados, no sidos, para posibilitar futuros auténticos y de liberación. Esta es la razón por la que Benjamin atestigua los cambios radicales de su época críticamente, pero sin renuencia ante las nuevas posibilidades que se abren para lo humano. El caso de la violencia, objeto del presente análisis, es ejemplificador, pues se trata precisamente de una desarticulación de su forma histórica heredada –como violencia de derecho– para dar cabida a una violencia que nunca ha tenido más cuerpo que el de su aparición simbólica sobre el horizonte de lo divino.

La concepción de la obra de arte en el pensamiento de Benjamin es también una muestra notable de esta temporalidad, pues al arte se le abriría un futuro e irrumpiría con toda su fuerza solo en la medida en que liberándose del Aura[5], se disponga a la novedad de lo técnico. Benjamin llega incluso a aseverar que “[…] la reproducción de la obra de arte y el arte cinematográfico – retroactuan sobre el arte en su figura heredada” (Benjamin, 2017, p. 50), añadiendo además que tal modificación de lo heredado “[…] libera a esta [la obra de arte] de su existencia parasitaria en medio del ritual” (Benjamin, 2017, p. 61).

La argumentación de Derrida parece fallar nuevamente al no notar que no todo pensamiento crítico de la historia debe ser necesariamente igualado a aquel tipo de proyecto filosófico que funda en una concepción de la historia como proceso de irreversible decadencia y que por tanto no puede concebir otro futuro que no sea el del retorno a su propio origen, entendido como el acontecimiento prístino que ya ha tenido lugar.[6]

 

1 A mayor revolución…

Será necesario entonces profundizar en el carácter general del texto de Benjamin y aclarar su sentido en vistas a descartar cualquier intento de comprenderlo como una loa o bien un llamado expreso para la utilización de la violencia dada. El texto opera sobre la base metódica de una hermenéutica pues ejerce su crítica entendida como la explicitación de la historicidad del modo de aparición de la violencia en la historia. La crítica de la violencia es en palabras de Benjamin (1998, p. 44):

La filosofía de su propia historia. Es “filosofía” de dicha historia porque ya la idea que constituye su punto de partida hace posible una postura crítica, diferenciadora y decisiva respecto a sus datos cronológicos.

 

La crítica para Benjamin debe dirigirse a la historicidad de la historia porque de lo contrario ella se mantendría en el ámbito de análisis de la mera oscilación entre contrarios para la cual queda oculta su propia condición de posibilidad, su propio horizonte. Por eso asevera que “[…] una visión que se reduzca a considerar lo más inmediato, a lo sumo intuirá el ir y venir dialéctico de la violencia en forma de violencia fundadora de derecho o conservadora de derecho” (1998, p. 44). La hermenéutica de Benjamin es a su vez teológica, no porque pretenda elaborar una forma discursiva para la revelación de Dios, sino porque entiende la historicidad de la revelación de la divinidad como el único horizonte donde es posible atestiguar un destino de la violencia – un indicio – que no sea el que ofrece la situación histórica dada. El horizonte que conforman lo divino y lo mítico envuelve y traspasa lo inmediato de la consideración dialéctica y sirve como guía para la crítica hermenéutica que busca la revelación de la violencia fuera del derecho.

Con el termino violencia divina no se intenta alguna forma de apropiación de la violencia dada para que pueda ser utilizada con fines políticos particulares, sino que se busca el desplazamiento del aparecer de la violencia de tal forma que pueda ser liberada del vínculo al derecho que la caracteriza como opresiva, esto es, como una violencia que se autoreproduce y que no “se pasa” (vergeht). En este sentido es la violencia revolucionaria de Benjamin en primer lugar revolución de la violencia.

Por esta razón no es posible incluir a Benjamin – sin más – en la idea revolucionaria tradicional del siglo XX, en la que se propugna el cambio social a través de la utilización de la violencia de derecho, sino que se trata de un pensamiento que pretende, en primer lugar, la explicitación del camino de deconstrucción del modo de presentación del fenómeno y de la posibilidad de que tal aparecer deconstruido pierda su disponibilidad para la opresión, transformándose así en letal e incruenta y por tanto liberada del rasgo monstruoso de la permanencia. Tampoco es, en ningún caso, un llamado al pacifismo el que se intenta llevar a cabo en Para una crítica. Se trata, en realidad, de una proposición para la liberación de los oprimidos, pero de tal forma que ellos mismos no terminen transformandose finalmente en nuevos opresores. No puede haber, por tanto, para Benjamin, verdadera libertad si no se ha, de antemano, limitado el accionar opresivo de los liberados.

En este contexto la interpretación de Idelber Avelar parece encontrar un camino fructífero para transitar a través de la obra del pensador judío, al aseverar que:

[…] para Benjamin (el fin de toda ley) es el momento utópico de la no violencia, momento análogo a lo que el mismo Derrida, en otras obras, llamaría “la promesa” o “el don”. En Benjamin opera un axioma implícito: cuanto más revolución, menos violencia (Avelar, 2007-2008, p. 86).

 

Mientras más revolución menos violencia, pues la revolución benjaminiana opera desde una comprensión de revolución más amplia que la de sus coetáneos, a saber, en la que lo primeramente revolucionario debe ser la restitución del carácter móvil de la historia, su flujo, pues lo que la violencia de derecho produce sería algo así como el fin de la historia, el acabamiento y cierre de las posibilidades de sí misma. Benjamin describe esto como una ley de oscilación que “[…] se basa en que, a la larga, toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles” (Benjamin, 1998, p. 44). Es precisamente el hecho estructural que caracteriza a la violencia de derecho, vale decir, el de la anulación de su dinámica interior lo que provoca que “[…] esta adquiere ahí los rasgos monstruosos de la violencia de estado o en términos generales, se vuelv[a] una violencia destinal” (Michelow, 2022, p. 104). Lo monstruoso no es para Benjamin la violencia en sí, sino que más bien su estancamiento y con ello el fin de lo histórico como posibilidad. Dicho estancamiento puede ser subsanado solo a través de una disolución teo-hermeneutica del vínculo entre violencia y derecho.

 

2 El dogma de la sacralidad de la vida

Es en este contexto donde Benjamin tematiza el dogma de la sacralidad de la vida, apuntando a que este, en el modo en que llega hasta nuestros días, parece ser, precisamente, una idea al servicio del fortalecimiento del vínculo entre violencia y derecho. Por lo demás, tal dogma no parece ser un elemento secundario de esta trama, sino que uno central pues apunta al rango de acción del derecho, esto es, al ámbito de la vida sobre el que este detenta y puede ejercer su poder. Benjamin (1998, p. 43-44) dice:

Probablemente valga[7] la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Posiblemente sea algo muy reciente; una última confusión de la debilitada tradición occidental, por querer recuperar al santo que ha perdido en la inescrutabilidad cosmológica. (La antigüedad de todos los mandamientos religiosos que prohíben dar muerte no demuestran nada, por haber servido como fundamento a nociones diferentes a aquellas en que se basa el teorema moderno al respecto.) Finalmente, es preciso comprender que lo que aquí pasa por sagrado, era, desde la perspectiva del viejo pensamiento mítico, aquello sobre lo cual se deposita la marca de la culpabilidad y que no es otra cosa que la mera vida.

 

Del mismo modo como en el escrito de Benjamin no se hace un llamado a la instrumentalización de la violencia dada, sino que, a su deconstrucción, tal como se ha aclarado anteriormente, no apunta el tratamiento del dogma de la sacralidad a generar el desprecio y desvalorización de la vida, sino a la crítica y exposición de su forma histórica. Tal como Benjamin expresa al decir que “[…] la dominación del derecho sobre el ser viviente no trasciende la mera vida” (Benjamin, 1998, p. 42), así es por tanto también respecto de la sacralidad moderna de la vida. Tanto el fenómeno de la vida sagrada, como el de la violencia de derecho tienen su ámbito de influencia, pero a su vez también su claro limite dentro de la mera vida. Las características de la Shoá pueden coincidir en primer término con aquellas de la violencia divina, por ejemplo, en el gesto aniquilador, pero “[…] sólo de forma relativa, es decir, dirigida a bienes, derecho, vida y lo que se asocia con ellos; jamás absoluta respecto al alma de los seres vivientes” (Benjamin, 1998, p. 42). Así, para que la disolución de la violencia de derecho tenga lugar deberá llevarse a cabo a su vez la distinción entre mera vida y aquello que acá ahora es llamado el alma de los seres vivientes. Dicha dicotomía es aludida nuevamente, pero expresada en términos distintos, cuando Benjamin asevera que “[…] falsa y vil es, en efecto, dicha afirmación de que la existencia (Dasein) es más elevada que la existencia justa, si por existencia no se entiende más que la mera vida” (Benjamin, 1998, p. 43). La mera vida, la existencia sin más, se impone como determinación central de lo humano en la modernidad, por sobre el alma de lo viviente o la existencia justa. El moderno dogma de la sacralidad de la vida asegura y fortalece los límites de tal determinación volviéndolos inviolables. Los límites de la mera vida se transforman a través de su sacralización en un mandato ineludible y “vil”, pues propicia la detención del péndulo de la historia y con ello el asentamiento de la violencia de derecho como destino. Esto impediría a la larga todo movimiento revolucionario que busque la suspensión de la ley y por tanto el surgimiento de la verdadera justicia.

Benjamin (1998, p. 42) escribe además que “[…] la violencia mítica es violencia sangrienta sobre aquélla, en su propio nombre, mientras que la pura violencia divina lo es sobre todo lo viviente y por amor a lo vivo”. Esto significa que, por un lado, la mera vida, indistinguible de la vida animal, está remitida a sí misma y forzada a su individuación por la obligación de atender a sus propios procesos vitales, mientras que, por otro lado, está la vida justa comprendida desde la totalidad – el alma – de lo vivo, vale decir, desde una forma de comunidad que presupone su orientación hacia la libertad. La vida como proceso individual, remitida a sí misma y supeditada a la necesidad, es por tanto el ámbito de la violencia mítica. Sobre tal vida se impone la violencia mítica, sea exterminándola, así como también declarándola improfanable.[8] Es, como se puede apreciar, la vida dominada y atrapada en la oscilación (Schwankung) entre su protección y su destrucción.

Las observaciones de Benjamin sobre las delimitaciones fundamentales de la mera vida no apuntan a desactivar toda medida para su cuidado, sino que más bien indicar que la protección sobre esta que supone el derecho y la moderna sacralidad finalmente desembocan en la consolidación de un ámbito de opresión donde no es posible ni la justicia ni la libertad. La crítica de esta sacralidad, una sacralidad de derecho y por tanto vacía de toda lo verdaderamente divino, no es equivalente a una “[…] autorización condicional de la violencia letal de los seres humanos utilizada por unos contra otros” (1998, p. 42). Benjamin enfatiza que el “no mataras” divino, anterior a la moderna sacralidad, no es un criterio a priori para juzgar acciones, sino que una norma de acción que se ve constantemente excedida, pero ante la cual se debe, inexorablemente, asumir responsabilidad. El mandamiento es en este sentido contrario al dictamen de derecho que pretende anteponerse a toda acción. Di Pego (2008, p. 5) añade que:

[…] esto explica cómo es posible que en el judaísmo junto con el “no matarás” se rechace la condena del homicidio en casos de legítima defensa. El “no matarás” no es un criterio absoluto sino una norma de acción que nos interpela a asumir la responsabilidad insondable que supone prescindir de él.

 

Precisamente a esto hace referencia Para una crítica al aseverar que el teorema moderno y el “no matarás” de la antigüedad obedecen y fundan en nociones diferentes (Benjamin, 1998, p. 44) y que por tanto no pueden ser asimilados. La elaboración de la violencia divina no es un llamado a atentar contra la vida o al desprecio de esta, sino que al despliegue de la sospecha de que el dogma de la vida sacra, vale decir, esa forma específica de comprensión de la vida humana es más bien un instrumento de la perpetuación de un cierto tipo de profunda dominación que pretende homologar lo sagrado y la suspensión de la historia. El ensayo de Benjamin no apunta por tanto al hecho de la violencia en general, al poder que ejerce su presencia sobre la vida, sino que más bien al desplazamiento de su ámbito de acción y así, a la posibilidad de desarticulación de su modo de aparecer histórico.

La conexión con la obra de Arendt dará posibles señales para comprender el proceso específico a través del cual la mera vida logra instalarse como estructura central de la Modernidad.

 

3 La vita activa

A pesar del exiguo tratamiento que se le dispensa al tema del dogma de la sacralidad de la vida en Hacia una crítica, es posible derivar, como se ha mencionado anteriormente, dos elementos estructurales que posibilitarán, en el marco del presente trabajo, realizar un análisis fructífero sobre la proyección de las ideas planteadas por Benjamin: i) el fenómeno de la vida sagrada, así como se ha descrito, pertenece a la modernidad y, ii) en el marco de esa pertenencia, representa un elemento estructural de la relación entre derecho y violencia.

Son precisamente estas determinaciones las que nos permiten generar un vínculo con el despliegue que lleva a cabo Arendt en su obra Vita activa que ella tratará bajo el título la vida como bien supremo.

Arendt asevera que el rasgo central de la modernidad se explica por el ascenso de la vita activa por sobre la vida contemplativa. Esta inversión que trastoca la tradicional consideración propia del amanecer del pensamiento griego que dictaba una “enorme superioridad de la contemplación sobre la actividad de cualquier clase, sin excluir a la acción” (Arendt, 2009, p. 27)[9] no es un mero intercambio de posiciones en un escalafón de importancia dado de antemano, sino que la total transformación del horizonte de significado sobre el que dichos ordenes son posibles. Dicha inversión es luego asumida e incorporada por occidente como una estructuración evidente e incuestionable de su forma de vida.

Sobre la elaboración de Arendt es necesario aclarar que la preeminencia de la actividad por sobre la contemplación, no implica el consecuente fortalecimiento de la actividad política. No es la vita activa original –conformada por labor, trabajo y acción– la que se impone, pues la actividad política se desdibuja y debilita por completo en detrimento del asentamiento de labor y trabajo como capacidades esenciales de la vida.

Por esto asevera Arendt que el ascenso de la vita activa como rasgo fundamental de la modernidad llega a su momento culmine a través de la dominación de la labor:

Precisamente [es] la actividad laboral la que subió al más alto rango de las capacidades del hombre o, para decirlo de otra manera, por qué dentro de la diversidad de la condición humana, con sus múltiples y diversas capacidades, fue la vida la que dominó sobre todas las demás consideraciones (Arendt, 2009, p. 338).

 

La labor en tanto actividad relacionada a las necesidades básicas de autoconservación y reproducción de la especie es aquella que nos pone de modo más íntimo de cara a la propia vida y la transforma en el factor dominante de la Edad Moderna, así como también de nuestra propia época. El ascenso de la vida individual se consolida como factor central de la modernidad (p. 336), donde esta está principalmente comprendida como un hecho biológico que se centra en sí mismo.

Sin embargo, en su escrito parece entregar Arendt una señal que podría ser considerada paradójica en vistas a lo recién expresado, pues inmediatamente, tras la introducción de la preeminencia de la vida como rasgo del ascenso de la vita activa y por tanto de la Modernidad (2009, p. 338), asevera que:

La razón de que la vida se afirmara como fundamental punto de referencia en la Época Moderna y de que siga siendo el supremo bien de la sociedad moderna, radica en que la inversión moderna operó en la estructura de una sociedad cristiana cuya creencia principal en la sacralidad de la vida ha sobrevivido – e incluso ha permanecido inamovible – a la secularización y a la general decadencia de la fe cristiana. Dicho con otras palabras, la inversión moderna siguió y no puso en tela de juicio a la más importante inversión con la que irrumpió el cristianismo en el mundo antiguo, inversión que políticamente fue incluso de mucho mayor alcance – históricamente, desde luego – y más duradera que cualquier específico contenido dogmático o creencia.

 

La cuidadosa distinción que se hace en el pasaje recién citado al emplear el término “sacralidad de la vida” para el fenómeno cristiano, pero “bien supremo” para el fenómeno moderno no es casual ni superficial. Esta obedece al procedimiento de carácter metodológico que utiliza Arendt en su obra para distinguir el origen de un fenómeno de las condiciones para su asentamiento y dominación epocal[10]. Esta distinción es utilizada para denotar, precisamente, transformaciones en el horizonte histórico sobre el que los fenómenos analizados se despliegan. Expresado, en otros términos:

Si bien este hecho de la vida como bien supremo, y la pérdida del mundo que presupone, es de origen cristiano, para Arendt es una circunstancia auxiliar al cristianismo y sólo va a encontrar su completa realización con la modernidad y la secularización (Bagedelli, 2011, p. 45).

 

La vida entendida como bien supremo es para Arendt, por tanto, de origen cristiano, pero trasciende tal origen para desplegarse solo por completo una vez que la labor ha ascendido al rango más alto de las actividades humanas. Es precisamente la secularización del fenómeno, la perdida de lo sagrado de la vida, aquello que le permite, o bien, obliga su ascenso al sitial que le asigna la Modernidad.

En este sentido y como una consideración preliminar es posible aseverar que la intuición benjaminiana sobre la procedencia del dominio incontrarrestado de la vida como eje de la Modernidad en tanto pantomima de lo sagrado que se ha perdido irremediablemente, encuentra en la obra de Arendt, al menos en este primer nivel, una recepción fructífera.

Llevadas a cabo sintéticamente las consideraciones sobre el origen y despliegue del dominio de la vida, se requiere aún una descripción del movimiento interno en la Edad Moderna que posibilita el ascenso de la labor por sobre el trabajo como actividad eminente de la vita activa, esto es de la victoria del animal laboras sobre el homo faber como asentamiento definitivo de la mera vida. Según Arendt son dos los elementos principales que pueden explicar el nacimiento de la Modernidad, por un lado, el subjetivismo impulsado por Descartes y su duda universal y por otro lado el objetivismo que moviliza a las ciencias físico-matemáticas.

La duda universal cartesiana “[…] se convirtió en el evidente e inaudible motor que ha movido todo pensamiento, en el invisible eje a cuyo alrededor se ha centrado todo el pensar” (Arendt, 2009, p. 301), con el omnibus dubitamdum est se inaugura, así Arendt, una condición basal desde la que lo humano es en su totalidad comprendido. Desde las Meditaciones ya no fue posible dirigirse hacia la razón para cobijarse del engaño de los sentidos. Esta duda que se ramificaba en todas direcciones era “[…] originariamente la respuesta a una nueva realidad” (Arendt, 2009, p. 301) que había mostrado sus primeras formas más de 50 años antes de la publicación de Descartes. El telescopio de Galileo es, en este sentido, el evento original de la modernidad, pues:

No era la razón, sino un aparato construido por el hombre, el telescopio, el que cambiaba el punto de vista sobre el mundo físico; no eran la contemplación, la observación y la especulación las que llevaban al nuevo conocimiento, sino la intervención activa del homo faber, su capacidad de fabricar (Arendt, 2009, p. 302).

 

Ni a través de los ojos humanos, ni los de la mente era ahora posible acercarse a la verdad, sino que solo a través de la mediación de un objeto fabricado, abriendo así la puerta para un temprano dominio de la actividad del trabajo y un mundo de objetos creado por el homo faber.

La duda cartesiana fue solo acotada por el cogito ergo sum, vale decir por el acto de introspección que le entregaba la “[…] certeza del yo-soy […] la de su existencia dentro de él” (Arendt, 2009, p. 307). El dominio del trabajo en las primeras etapas de la modernidad está impulsado por la desaparición de la verdad como algo que se da a sí mismo, que se revela, y que ahora se ha transformado en algo que requiere confirmación a través de evidencia. Aquella es la razón por la cual el hombre puede conocer solo lo que hace, lo que produce:

Esto se convirtió en la actitud más generalmente aceptada de la Época Moderna, y dicha convicción, más que la duda subyacente, empujó a una generación tras otra durante más de trescientos años a caminar con paso siempre acelerado por la senda de los descubrimientos y del desarrollo (Arendt, 2009, p. 309).

 

En el antiguo pilar sobre el que occidente se apoyó desde que la razón venciera al mito se leía que lo “[…] hermoso y eterno no puede fabricarse” (Arendt, 2009, p. 329). Esta máxima fue desde el comienzo mismo de la modernidad desestimada completamente. Sin embargo y a pesar de que el rasgo (Arendt, 2009, p. 330) característico del hombre fabricador – su autoestima como la medida de todas las cosas – sigue en parte persistiendo, tiene lugar una última inversión, que podríamos llamar Modernidad tardía, con el ascenso del hombre actor o animal laborans.

Justamente en el seno de la Edad Moderna, donde se le había conferido una importancia central a la producción como medio y al objeto como fin último, se impone una idea que cambiaría el centro de gravedad de la época: más importante que el objeto es el proceso de producción, el proceso es el fin en sí mismo y no su producto que es entendido ahora como un residuo:

Cuando sucedió esto quedó de manifiesto que la convicción de la época relativa a que el hombre sólo puede conocer lo que fabrica —que en apariencia era tan propicia para la plena victoria del homo faber— sería dominada y finalmente destruida por el aún más moderno principio de proceso, cuyos conceptos y categorías son extraños por completo a las necesidades e ideales del homo faber (Arendt, 2009, p. 333).

 

La identificación de esta transformación con el animal laborans está a la mano: la labor en tanto que asociada a la vida biológica, a sus procesos y, principalmente, a sus necesidades, no conoce fin, ya que estas últimas no pueden ser nunca satisfechas cabalmente. En un principio la Modernidad se había dado su fundamento inamovible a través de la creación de un mundo de cosas que le daban acceso a lo verdadero y por tanto a aquello que se podía conocer. Esto cambia radicalmente al transformarse la fabricación en una cadena de producción ilimitada que no puede ser satisfecha más que en la perpetuación del proceso: útiles para fabricar útiles (Arendt, 2009, p. 333).

Arendt comprende esta transformación en el proceso de producción como un desplazamiento del sentido del mundo hacia aquello que no puede ser comprendido desde su utilidad y que por tanto ya no puede ser satisfecho.

Ahora bien, lo que ayuda a estimular la productividad y disminuye el dolor y el esfuerzo es útil. Dicho con otras palabras, el modelo esencial de medición no es la utilidad y el uso, sino la «felicidad», es decir, el grado de dolor y de placer experimentado en la producción o en el consumo de las cosas (Arendt, 2009, p. 334).

 

El término felicidad no es mentado acá en un sentido eudaimónico, sino que, en términos del cálculo y búsqueda, como lo propone Bentham al elaborar su principio de mayor felicidad, de aquello que produce menos dolor. La idea de Arendt consiste entonces en que la felicidad moderna es más bien la evaluación resultante de cuanto dolor se ha evitado. El dolor es “[…] el único sentido interno encontrado por la introspección” (Arendt, 2009, p. 334) cuando ya no es posible buscar un sentido fuera de sí. Lo que el dolor como medida indica es “[…] el ascenso de la vida individual o la garantía de supervivencia de la humanidad” (Arendt, 2009, p. 336) y, por tanto, “[…] en último término, la vida es siempre el modelo supremo al que ha de referirse todo lo demás” (Arendt, 2009, p. 336). El hombre encuentra en su propio proceso biológico suficiente realidad para lograr volver a conectarse con el mundo exterior.

Esta descripción, que Arendt lleva a cabo de la vida como proceso corporal, realidad biológica y fundamentalmente como labor, obedece a la distinción aristotélica entre bios y zoé. Zoé, la vida desnuda, así como la describe Aristóteles, aparece nuevamente en el pensamiento de Arendt, como factor central y como sustento de la modernidad tardía encarnada en la labor. La vida como zoé, que para Aristóteles y el mundo griego era secundaria y pertenecía al oikos es ahora, en tanto que labor, aquella que da sustento y sentido a la existencia moderna y contemporánea.

Esto se explica en parte porque con el ascenso del cristianismo, al instaurarse una comunidad cohesionada por la caritas, esto es, una comunidad de los mismos[11], pierde su relevancia la esfera pública clásica concebida como el ámbito de lo plural. Arendt (2009, p. 339) explica que

[…] la inversión moderna siguió y no puso en tela de juicio a la más importante inversión con la que irrumpió el cristianismo en el mundo antiguo, inversión que políticamente fue incluso de mucho mayor alcance –históricamente, desde luego– y más duradera que cualquier específico contenido dogmático o creencia.[12]

 

En términos de Arendt, tiene el ascenso del cristianismo y su comunidad prepolítica de la caritas, del amor, el efecto de “[…] nivelar las antiguas distinciones y articulaciones dentro de la vita activa; tendió a considerar igualmente sujetos a la necesidad de la vida presente la labor, el trabajo y la acción” (2009, p. 340), convirtiéndose así la política en una forma de atender las necesidades inmediatas de la vida humana, en una administración hogareña a gran escala y no en el espacio del convencimiento, dialogo y acción. La igualación de la que habla Arendt es equiparable en este contexto al destino de Benjamin, pues ambos términos describen procesos temporales internos en que lo político queda detenido en una oscilación de la que ya no le es posible escapar. Un derecho en el fin de la historia en que la mera vida, transformada en lo último sagrado y vacía de todo lo divino, juega el rol central.

 

Palabras finales

Dos son las similitudes centrales que se han elaborado respecto de las consideraciones de Arendt y Benjamin en torno a la vida y su condición de bien supremo o sagrado. La primera es la plena coincidencia de ambos pensamientos en caracterizar al dogma como un elemento estructural de la Modernidad, en el sentido de que en él se revela bajo que consideración especifica debe aparecer la vida para ponerse al servicio de la búsqueda de lo ilimitado como rasgo fundamental de la época. Tal consideración de la vida dicta que esta puede encontrar sentido ahora solo en el estar completamente remitida a sí misma. Es lo humano entendido desde su radical corporalidad, que oscila entre su dimensión puramente biológica y una emotividad de lo íntimo e individual. Una extenuante referencia a sí que impone que la vida –esta vida– deba detentar el estatus de inviolable, pues se instaura como el fundamento único e irremplazable sobre el cual lo humano puede ser desplegado.

La segunda similitud guarda relación con una consideración de la Modernidad como momento histórico en que, precisamente, la historia se detiene, esto es, en Arendt, atrapada en procesos de elaboración infinitos o, en el caso de Benjamin, en una oscilación que se cancela a sí misma, en la que el derecho, entendido como la situación presente de dominación, se instaura como insuperable.

El dogma de la sacralidad de la vida como centro de lo moderno parece entonces estar dado desde una temporalidad en la que se decreta una cierta cancelación del futuro, esto es, una repetición infinita del ahora en la que no tienen lugar ni la libertad, ni la justicia, entendidas precisamente como fenómenos que dan porvenir. Una suerte de intrascendente estar atrapados consigo mismo, donde no es posible lo público como lugar de lo plural, ni la comunidad con el verdaderamente otro. Es en este contexto del estar vuelto a sí como mera vida sin alternativa disponible, donde la vida humana, la corporalidad se vuelve sagrada, pero a la vez, como lo ha notado Foucault, a través de su elaboración de la biopolítica, dicho estatus la supedita a la regulación, disciplinamiento y castigo (Foucault, 2006, p. 205). La vida sagrada en su origen arcaico religiosos era aquella dispuesta al sacrificio y como tal, estaba protegida de todo asedio cotidiano. Tal es también su carácter moderno: su ascenso le garantiza protección mientras la norma no sea trasgredida, así como se asegura a su vez el furioso castigo sobre ella en caso contrario. Sagrado quiere decir acá, y esta debería ser la tercera coincidencia entre Benjamin y Arendt, que la vida ha sido dispuesta en la oscilación entre inviolabilidad y violencia y en dicho estatus, ella ha perdido la potestad sobre sí misma. Se vuelve claro que ambos autores, al desarrollar sus respectivas posiciones críticas ante la Modernidad tardía, detectan que esta está caracterizada y puede desplegarse, para expresarlo en términos generales, solo a través de un proceso de exacerbación de ciertos rasgos específicos de la vida humana. Estos rasgos, como se ha descrito con anterioridad, coinciden con aquellos que la experiencia griega antigua trataba bajo el término zoé, la vida nuda. En este sentido el valor supremo o sagrado de la vida nuda aparece desde el punto de vista de una posición crítica más bien como un dispositivo moderno al servicio de la disminución y retención de la vida en su totalidad a su forma no calificada. Su ejecución consiste en que solo la forma de vida no calificada estará bajo la ley de la dinámica protección-castigo y toda aquella vida que tenga lugar fuera de tales confines estará dispuesta a la posibilidad de que se le retire su reconocimiento.

Arendt y Benjamin coinciden por tanto en la apreciación general de la comprensión moderna de la vida y de sus fenómenos adyacentes: solo aquello que puede ser castigado debe ser protegido, por lo que el reino de tal protección –la protección de una vida vuelta hacia sí misma, a la que se le ha arrebatado su mundo – es finalmente el lugar de la no-justicia.

 

Life as the supreme good and the dogma of its sacredness: Arendt and Benjamin on modernity

 

The main purpose of this article is to relate the ideas of Walter Benjamin and Hannah Arendt regarding the exacerbation of the value of the bare life as a central element of Modernity. While Benjamin speaks of the dogma of the sacredness of life, Arendt describes it in terms of the supreme good. In both cases, reference is made to a certain status of protection of life, which is soon revealed as a phenomenon that tends, rather, to exercise an essential domination over the vital.

 

Key works: Arendt. Benjamin. Sacredness. supreme good. Life.

 

Referencias

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FOUCAULT, M. Defender la sociedad. Traducción de Horacio Pons. Argentina: Fondo de Cultura Económica, 2006.

HABERMAS, J. El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus, 1989.

JASPERS, Karl. La filosofía. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1973.

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MICHELOW, Daniel. Poblado en llamas: comunidad y violencia en la mirada filosófica contemporánea. Madrid: Tecnos, 2022.

RADETICH, Natalia. El arte, la técnica y lo político: a propósito de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin. Argumentos, Mexico, v. 25, n. 68, p. 15-26, 2012.

SARTRE, Jean Paul. Prólogo. In: FANON, Frantz. Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura Económica, 1963.

 

Recibido: 20/11/2023 – Aprobado: 07/03/2024 – Publicado: 15/06/2024



[1] Universidad Católica del Maule (CIRS), Talca – Chile. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7927-5626. Email: dmichelow@ucm.cl.

[2] En este discurso se puede situar a George Sorel, Jean-Paul Sartre o Frantz Fanon. En los escritos de estos autores se muestra insistentemente la violencia como la legitima herramienta del proceso revolucionario. Las palabras de Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra de Fanon son, en este sentido, especialmente aclaradoras: “[…] la violencia, como la lanza de Aquiles puede cicatrizar las heridas que ha infligido” (Sartre, 1963, p. 28), e incluso que los oprimidos, solo por el odio, esa “[…] loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes que temen reposar, son hombres” (Sartre, 1963, p. 10).

[3] En la conferencia de Wansee, celebrada en la Villa am Großen Wansee, en 1942, se reúne la alta jerarquía del régimen Nazi para pactar la cooperación y coordinación en la realización del plan elaborado por Reinhard Heydrich para eliminar a la población judía de Alemania y Europa en general. El plan conocido como Solución final (Solución final a la cuestión judía o, en alemán, Endlösung der Judenfrage) consistía en la detención de toda la población judía y su deportación a los campos de exterminio en Polonia para ser asesinados.

[4] No nos detendremos acá en la obvia crítica de tipo cronológica que puede ejercerse en contra de los postulados de Derrida (Para una crítica de la violencia fue publicado en 1921 mientras que la solución final es pactada recién en la década de los 40) pues el problema que plantean las similitudes entre ambas no puede ser descartado en base a esta consideración que, en este contexto, parece ser más bien externa. Derrida estaría proponiendo que las ideas de Benjamin se vincularían no solo con el holocausto, sino que con todo mal radical –usando el término kantiano– en tanto que sustrato teórico. Este último planteamiento es el que vale desarticular.

[5] Es relevante hacer notar que el término Aura para Benjamin remite nuevamente hacia lo sagrado y por tanto hacia la forma de vida que ha sido sacralizada: “Aura es un término que intenta evocar el momento de la contemplación, en el rito, de la imagen, por ejemplo, de un dios, en donde la contemplación del objeto no puede procurar nunca un acercamiento sino que provee, por el contrario, la sensación de imposibilidad radical de ese acercamiento, la certeza de una lejanía, de una 'inacercabilidad' propia del objeto sagrado. El valor de culto prevalece ahí donde la obra de arte es mirada con los ojos propios de la contemplación del misterio que obliga al espectador a postrarse” (Radetich, 2012, p. 18).

[6] Este punto ha sido tratado ya por J. Habermas al aseverar que Benjamin “[…] invierte el signo de la orientación radical hacia el futuro, hasta el punto de trocarla en una orientación aún más radical hacia el pasado. La esperanza de lo nuevo futuro sólo se cumple mediante la memoria del pasado oprimido” (Habermas, 1989, p. 23). Parece ser necesario añadir que esta inversión de la orientación no implica la desactivación del futuro, sino que más bien lo reelabora como un tiempo porvenir que se mantiene abierto a la espera de la realización de un pasado incumplido.

[7] Se ha modificado levemente la traducción de Roberto Blatt (Taurus) que erróneamente dice “[…] posiblemente no valga la pena […]”. La corrección se ciñe al original en el que se lee: “Dem Ursprung des Dogmas von der Heiligkeit des Lebens nachzuforschen möchte sich verlohnen” (GS II, 1. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1977, p. 202).

[8] Este peculiar momento en que la distinción entre norma y excepción se diluye es la base desde la cual Agamben despliega su análisis en Homo Sacer. Agamben explicitará el campo de concentración como el paradigma de esta indistinción y por tanto como la forma eminente de la Biopolítica.

 

[9] Sobre la prevalencia de la contemplación sobre la actividad en el mundo griego clásico, específicamente en Platón, dice Arendt (2009, p. 27) que “[…] toda la utópica reorganización de la vida de la polis no sólo está dirigida por el superior discernimiento, del filósofo, sino que no tiene más objetivo que hacer posible la forma de vida de éste”. La preeminencia de la contemplación actuaba sobre el supuesto de que aquello que es producido por lo humano, lo nomō, era por su naturaleza siempre imperfecto e inquieto y no podría nunca ser superior a aquello que es por naturaleza o physei (Arendt, 2009, p. 28).

[10] Esta distinción también es empleada por Jaspers al aseverar que “La historia de la filosofía como pensar metódico tiene su origen hace 2500 años, pero como pensar mítico mucho antes. Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico y el origen es la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso del filosofar” (Jaspers, p. 29).

[11] Respecto de la comunidad del sí mismo vale la pena atender al siguiente desarrollo de carácter ontológico: “[…] una comunidad con el otro en cuanto tal, sino que en cuanto sí-mismo. Se trata en este sentido de un sí-mismo ampliado que no tiene su límite en el ente singularizado que cada uno es” y que asegura que “[…] el paso entre otredad y comunidad no se transforme en una apertura indiscriminada hacia los otros” (Michelow, 2021, p. 121).

[12] También dice Arendt que “[…] la ‘buena nueva’ cristiana sobre la inmortalidad de la vida humana individual invirtió la antigua relación entre el hombre y el mundo y elevó la cosa más mortal, la vida humana, a la posición de la inmortalidad, hasta entonces ocupada por el cosmos” (p. 339).